En estos tiempos en los que hay mucha gente empeñada en negar la evidencia de que es perfectamente compatible condenar el antisemitismo y el Holocausto y, exactamente por las mismas razones, condenar lo que Israel está haciendo en Gaza, necesitamos lecturas que nos ayuden a entender lo que está ocurriendo y de dónde venimos. Si además esas lecturas aportan puntos de vista poco habituales en los medios occidentales, son rigurosas y están llenas de los matices que exige un asunto tan complejo, mucho mejor. Es lo que aporta El mundo después de Gaza, del ensayista y novelista indio Pankaj Mishra, que edita Galaxia Gutenberg con traducción de Amelia Pérez de Villar Herranz.
El libro parte de dos preguntas clave: “cómo había llegado Israel, un país construido para acoger a un pueblo perseguido y sin hogar, a ejercer un poder tan terrible sobre la vida y la muerte de otro pueblo de refugiados (muchos de ellos, refugiados en su propia tierra); y cómo puede la mayoría del poder político y periodístico occidental ignorar, incluso justificar, sus injusticias y sus actos de crueldad sistemáticos”.
El autor es honesto, porque cuenta desde donde escribe. Explica que creció en la India en un entorno de abierta admiración hacia Israel por parte de los nacionalistas hindúes. Se nutrió del “sionismo reverencial” de su familia, hasta que, en 2008, un viaje a Cisjordania le impactó. También explica que la conferencia en la que se basa, en parte, este libro, fue cancelada en Londres, lo que le lleva a denunciar un despotismo intelectual en Occidente que censura y ataca las críticas a la política israelí. Bloomberg canceló su columna sobre asuntos internacionales.
Desde este punto de partida, el autor hace un recorrido histórico por el conflicto palestino-israelí. Muestra con claridad su rechazo y condena incuestionables y absolutas al Holocausto y al antisemitismo, sin la menor vacilación, y explica también algo que debería ser obvio: que eso no da carta blanca a Israel para masacrar a la población de Palestina. También aporta un punto de vista novedoso en Occidente cuando relaciona lo que sucede en Palestina con el colonialismo. Cuenta, por ejemplo, que el sufrimiento del pueblo judío se ha reconocido como parte de la historia moral del mundo, de forma cerrada y lógica, pero no ha sucedido lo mismo con el sufrimiento de los negros. El autor cita al intelectual judío Alfred Kazin, que afirmó que “con la disolución del colonialismo ha resultado que el mundo era en realidad un lugar muy grande, complejo y confuso, lleno de multitud de razas, tradiciones, religiones y culturas diferentes, por no mencionar el número infinito de holocaustos de la historia a los que no se ha prestado atención alguna”.
Sin dejar en ningún momento de repudiar y condenar sin matices el horror del Holocausto, el autor también señala la utilización de la memoria de aquella atrocidad para intentar blindar las atrocidades militares de Israel, y también para tapar vergüenzas pasadas de los aliados del país liderado hoy por el fanático Netanyahu. Por ejemplo, el autor recuerda cómo Ben-Gurion despreció a los supervivientes del Holocausto, o cómo algunos líderes israelíes llegaron a considerarlos “desechos humanos”. Fue Begin quien convirtió el Holocausto en el centro de la identidad israelí.
Es interesante el relato de cómo el sionismo contó con un gran apoyo por parte de la izquierda en los comienzos, hasta el punto de que la Unión Soviética respaldó un plan de Naciones Unidas para dividir Palestina y armó a los sionistas. Sólo cuando se aceleró la descolonización en Asia y África, la izquierda empezó a ser crítica con Israel. Criticas, por cierto, que llegaron desde todas partes, también desde personas judías, algunas de ellas, muy al principio, y que, para sorpresa de nadie, ya entonces fueron tildadas de antisemitismo. Cita a varios supervivientes del Holocausto que criticaron la política israelí. Marek Edelman, uno de los comandantes del levantamiento del gueto de Varsovia en 1943, denunció lo que él llamaba “la filosofía israelí, que consiste en creer que puedes matar a veinte árabes para que quede vivo un judío”. En 1982, Begin lanzó un ataque contra refugiados palestinos en Líbano. Primo Levi, que estaba en ese momento de visita en Auschwitz, contó que para él ambas experiencias “se superponían de un modo aterrador”.
El ensayo también muestra la utilización del juicio a Eichmann para equiparar a los nazis con los árabes y la idea de que, para defender a Israel, se le debía protegerse del riesgo de una nueva Shoah, con todo lo que ello implica. Sostiene el autor que “la memoria colectiva de la Shoah en Europa y en Israel no surgió de un modo orgánico de lo que sucedió entre 1939 y 1945: se construyó a posteriori, en ocasiones deliberadamente, y con unos fines políticos específicos”. En este sentido, habla del “filosemitismo” de Alemania no sólo derivado del sentimiento de culpa por los horrores del nazis o, sino también porque, después de la II Guerra Mundial, aquel país necesitaba comerciar con Israel y ponerse de su lado para ser aceptados de nuevo en el comercio mundial y hacer crecer así su economía.
El autor saca también los colores a los aliados occidentales de Israel, los que hoy miran hacia otro lado ante las atrocidades del ejército de Netanyahu. Recuerda, por ejemplo, los obscenos límites que pusieron a los refugiados judíos en los los peores momentos del nazismo, o el maltrato a decenas de miles de supervivientes del Holocausto, que estuvieron meses en condiciones infrahumanas. También recuerda los crímenes del colonialismo europeo, esos otros holocaustos que, en cierta forma, inspiraron a los nazis “El racismo de las sociedades occidentales y estadounidenses, que Hitler había estudiado y tomado como inspiración, se sacó de su contexto original (la esclavitud, el colonialismo y el imperialismo institucionalizado) y se presentó como casos de horrible fanatismo individual”, leemos.
El libro se detiene especialmente a señalar la relación de Estados Unidos con Israel y el papel hegemónico de aquel país en la utilización de la memoria del Holocausto. El autor recalca que Israel ha asesinado a más gente desde la Segunda Guerra Mundial hasta ahora que cualquier otro país del mundo occidental, y explica que las tropas estadounidenses recurrieron en Irak a las mismas tácticas empleadas por Israel en Cisjordania y también las mismas técnicas de tortura, como la llamada “silla palestina”, consistente en inmovilizar al prisionero en una posición en cuclillas. Hoy en día, afirma, los nacionalistas blancos se sienten atraídos por la política de Israel, “un estado que ha repudiado con total desvergüenza el pluralismo político y cultural y que ahora viola los protocolos éticos, diplomáticos y jurídicos internacionales cada vez con más impunidad, incluso con franca gratificación”.
En este escenario tan poco esperanzador, el autor llama a tender puentes entre civilizaciones, hace una defensa del humanismo. Recalca la evidencia de que cualquier persecución contra alguien por el mero hecho de tener un color de piel, ser de un país o profesar una religión es inaceptable. Alaba a la minoría dentro de Occidente que se moviliza de forma activa contra las masacres israelíes en Gaza. Recuerda a los musulmanes que ayudaron a judíos durante la persecución nazi y muchos otros ejemplos de una conexión humana elemental ante injusticias más allá de nacionalidades o religión. Ya casi al final del libro, el autor destaca una frase del diario de Ana Frank: “no hay duda de que llegará un momento en que volveremos a ser personas, y no simplemente judíos”. Es idéntica la esperanza de los habitantes de Gaza, que esperan que llegue un día en el que vuelvan a ser personas y no simplemente palestinos que pueden ser bombardeos mientras están en el hospital o acuden en busca de comida a un centro de reparto. Es elemental. Asesinar a civiles inocentes está mal lo haga quien lo haga. No debería ser tan difícil de entender.
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