Conocí a un fénix


Gallo Nero es una de esas editoriales de cuyo catálogo conviene siempre estar al día. Por muchos motivos, sin duda, pero especialmente porque, de cuando en cuando, nos sorprende con la traducción al español de nuevos libros de la maravillosa May Sarton. La última obra de la autora publicada por la editorial en España es Conocí a un fénix, con traducción de Blanca Gago, después de sus cautivadores diarios (Diario de una soledad, La casa junto al mar, Diario a los setenta). 

El libro, que llega por subtítulo Retazos para una biografía, alude a un poema de Yeats (“de joven conocí un fénix, que las demás tengan su instante de gloria”) y en él la autora rememora la vida de sus padres y también la suya propia, centrándose en especial en su infancia y juventud, en el desarrollo de su vocación como escritora, después de varios años dedicada al teatro. 

En esta obra relucen todas las virtudes de los diarios de Sarton, ese estilo lírico, esa sensibilidad, su forma tan viva de revivir momentos pasados. Son preciosos los pasajes en los que hace un retrato de sus padres y habla de lo que hereda de ellos. Él, indómito y curioso, con una enorme incapacidad para los asuntos mundanos (“cuando las cuestiones materiales se volvían demasiado inquietantes, su técnica infalible pasaba por no prestarles atención”). Ella, de Gales, también rebelde. A los dos les agradece que la apoyaran cuando decidió dedicarse al teatro, aunque no les hacía especial ilusión. La autora se fue sola con 17 años a Nueva York, para formar parte como principiante de la compañía de Eva Le Galliene en el Teatro Civic Repertory, alejado de Broadway, con entradas asequibles y obras de calidad. Cuenta que su mejor recuerdo de aquella época es la función navideña de Peter Pan para niños huérfanos que hacían cada año. 

Ocurre con frecuencia en los diarios de May Sarton que la actualidad, la Historia con mayúsculas, es trasfondo, pero rara vez ocupa el primer plano de sus libros. Así se refiere, por ejemplo, al asesinato del archiduque Francisco Fernando que desató la primera Guerra Mundial: “durante todo el mes de julio, mientras mi padre trabajaba en la tranquilidad de su estudio y mi madre se preguntaba por qué ese año el ciruelo, al parecer, tampoco daría fruto, los diplomáticos recorrían Europa de un lado a otro”.

La autora reflexiona sobre los paraísos perdidos de su infancia. Dedica bellos pasajes a Gante, de donde procedía su padre, y a Gales, de donde era su madre. “Gante es una ciudad infinita en su fascinación, lo bastante pequeña como para que un niño conociera todos sus callejones y lo bastante grande como para presumir de ópera y universidad propias”, leemos. Poco después, escribe sobre su madre y sobre Gales: “al final, nunca volvimos, pero tal vez esos vívidos recuerdos no necesitaban renovarse. Ahí siguen, enroscados como flores japonesas, y solo tenemos que hundirlos en las aguas de la conciencia para que se abran y nos llenen el corazón”. 

La autora transmite en esta biografía, o en estos retazos para una biografía, el papel protagonista que la literatura, la cultura en general, jugó en su vida desde muy pequeña. Recuerda con cariño y devoción un ejemplar de Hojas de hierba, de Walt Whitman, dedicado por su madre a su padre, que encuentra después de la muerte de ambos. También relata con pasión sus años en la escuela progresista Shady Hill de Cambridge. 

Quizá las páginas que más me han gustado, pero eso puede que sea sólo por mi obsesión con París, sean las que dedica a un invierno que pasó en la capital francesa durante el cierre temporal del teatro neoyorquino en el que intentaba abrirse paso. Recuerda que se pasaba horas leyendo en los Jardines de Luxemburgo. Sus paseos. Sus charlas, sus ratos en cafés. “Ese era mi París, semejante al de tantos otros estadounidenses y británicos que se habían inventado una ciudad propia, que apenas coincidía con la de los franceses. En aquella época, conocía a muy pocos franceses y, como casi todos los estadounidenses ese año, 1932, era muy pobre”, escribeReconoce la autora que su París ya forma parte del pasado, pero también que, “a pesar de todo, seguro que ahora mismo hay alguna chica de diecinueve años sentada en los Jardines de Luxemburgo creando un mundo dentro de ese mundo, saboreando ‘el fruto rico y maduro del divagar’ en la antigua ciudad, siempre renovada y renovadora”. 

También es muy bello cómo describe la temporada que vivió en Londres, donde se sintió feliz, sin compromisos, y donde entraba en un museo cuando llovía. Ahí reafirma otro de sus temas fetiche: la soledad, que la autora necesitaba y cultivaba. Escribe: “Sé muy bien que las palabras sola, soledad e incluso aislamiento aparecen con frecuencia en estas páginas. Todas resuenan con alegría y, de hecho, estar sola era una de las principales razones de mi felicidad, pues en los años de teatro apenas había disfrutado de semejante lujo”. En cierta forma, la lectura es también un ejercicio solitario, aunque nunca lo es en realidad, porque estamos acompañados de los personajes de los libros y de sus autoras. Y pocas acompañan de un modo más vívido, directo y lírico que May Sarton, cuyo estilo cautivador reluce también en este nuevo ejemplar traducido por Gallo Nero. Aguardaremos nuevas sorpresas. 


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