Lo primero en lo que me fijo cuando leo noticias sobre cualquier encuesta es en el porcentaje de personas que han optado por la opción “no sabe, no contesta”. Da igual cuál sea el asunto por el que se pregunta, siempre es muy poca gente la que reconoce su indecisión. Parece que cuanto más compleja se vuelve la realidad, más seguro se muestra todo el mundo sobre sus opiniones. Fue Voltaire quien escribió que la duda es incómoda, pero la certeza es ridícula. Y, tristemente, parece que vivimos en una época muy ridícula.
Últimamente, en una tendencia agravada por las redes sociales, da la sensación de que todos tenemos que opinar sobre todo y, además, al minuto después de que suceda. Cualquier noticia, suceso, polémica, declaración. Da igual. Se opina con contundencia sobre todo. Sin fisuras. Sin duda alguna. Sin pararse a pensar. Sin concederse un instante de reflexión. Sin posibilidad siquiera de no llegar a formar una opinión contundente. Es como si todos fuéramos tertulianos, sólo que ellos al menos cobran por opinar de todo, así que su motivación para comportarse así parece clara.
Cada vez me impresiona más esa ausencia de dudas, de indecisión, de disposición a cambiar de opinión. Da igual el tema del que se hable, no me refiero sólo al politiqueo barato, a esa actitud fanática de darle la razón siempre a los tuyos y quitársela a los de enfrente. Hablo de estos tiempos acelerados y polarizados en los que parece que uno debe tener una opinión firme y contundente sobre cualquier cosa. Y si comete la imprudencia de decir que no lo tiene claro o que necesita leer y escuchar más, que ve puntos de verdad en distintas posturas enfrentadas, será tildado de equidistante. Se junta esa especie de obligación de opinar de todo con lo rápido que pasan los temas y las polémicas. Quizá, claro, tienen relación directa. Como todas las polémicas van y vienen con tanta velocidad, parece que se impone una premura a la hora de opinar, no vaya a ser que te quedes sin hablar del tema del día, porque en cuestión de horas nadie hablará ya de ello.
Hay una canción preciosa de Anne Sylvestre llamada Les gens qui doutent, que es un canto a las personas que dudan, que son indecisas, que se contradicen y cambian de opinión. Es un poco la misma idea, pero allí en bonito y aquí en sarcástico, que la también genial Opinión de mierda, de Los Punsetes, que habla con mucha gracia de esa gente que siente que tiene la necesidad de opinar sobre todo y con la mayor contundencia posible. Estas dos canciones, tan diferentes y tan parecidas a la vez, serían la banda sonora de este artículo.
Da igual que sea la polémica por los tuits antiguos de Karla Sofía Gascón, una sentencia judicial, la polémica en torno al libro de Luisgé Martín sobre José Bretón, el proyecto del kit de supervivencia de la UE o el plan de rearme europeo ante el cambio de posición política de Estados Unidos. No importa el tema, de todo se debe tener una opinión firme, en ningún asunto se tolera la más mínima indecisión, una elemental parada para pensar sobre el asunto y reflexionar un poco, una cierta tibieza.
Veo a la mayoría de la gente muy convencida de sus opiniones sobre cualquier asunto inmediatamente después de que sucedan. Y me parece increíble. Es imposible que toda esa gente sea experta en derecho, en política, en el sector editorial o en relaciones internacionales. No puede haber tantos catedráticos de repente, tantos expertos de andar por casa. No, más bien parece que se opina alegremente, sin pensar demasiado. Quizá es el propio vértigo por la aceleración de nuestros tiempos el que lleva a tantas personas a mojarse rápidamente, a elegir un bando. Eso y el crecimiento de las posturas radicales y extremistas, lo que a veces lleva a personas que solían ser sensatas y reflexivas a posicionarse automáticamente en un lugar sólo porque la gente que desprecia está en otro, sin concederse un segundo para pensar, no vaya a ser que existan más de dos posturas posibles ante cualquier asunto.
Esto pasa con temas profundos y complejos, en los que siempre hay matices, en los que deberíamos dudar más. No eres automáticamente o un insensible defensor de un asesino o un censor inquisitorial en función de lo que pienses sobre el libro de Luisgé Martín, no eres un despreciable defensor de la guerra o un insensible putinejo según lo que pienses sobre el rearme europeo. A veces se puede dudar, se debe dudar. Se debe pensar. Y no está mal sentirse incapaz de tener una opinión inamovible al minuto sobre cualquier tema.
Quizá no sea un mal exclusivo de nuestro tiempo, posiblemente no, pero sí parece que es un problema cada vez más agravado. Y, ante ello, apetece cada vez más ir a contracorriente, sin que eso signifique, naturalmente, que uno no tenga claro sus principios ni tampoco que abrace un relativismo salvaje y absoluto. Como bien dijo Manuel Azaña, si los españoles habláramos sólo y exclusivamente de lo que sabemos, se produciría un gran silencio que nos permitiría pensar. Pero para ello tendrían que ser más los que, ante preguntas complejas, puedan responder sin miedo que no saben, no contestan.
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