Nacho Vigalondo contó hace unos días en la Cineteca en un hilarante y fabuloso coloquio posterior al visionado de Daniel forever, su última película, que los dos factores que suelen hacer que los cineastas tengan largas carreras son o el triunfo taquilla o el prestigio que dan los premios, lo que llamó en ingenioso hallazgo “el festivaleo”. Y dijo que él no ha tenido a lo largo de su trayectoria ninguna de las dos cosas, por lo que tendrá que aceptar a regañadientes que igual sí es el suyo un cine autoral. No arrasará en taquilla, que es verdad que no lo hace, ni se llevará premios, pero cuenta sin duda con la admiración de no pocos amantes de su cine en los márgenes, a contracorriente, delirante y personalísimo, que siempre sorprende en fondo y forma, que jamás ofrece una historia manida.
El genial director de Los cronocrímenes, Extraterrestre, Open Windows y Colossal ha demostrado con creces a lo largo de su carrera que sus películas nunca recorren caminos trillados, sino que más bien se abren paso a machetazos en medio de la selva con una mirada valiente, singular y alejada de cualquier moda o exigencia de la industria. Es más, en el coloquio llegó a contar el motivo de la ruptura con una plataforma con la que empezó a trabajar en este proyecto, y que quería modificar su final. Aparte de su ingenio y de su inteligencia, porque es un conversador brillante, Vigalondo también destaca por hablar muy claro de cuestiones de las que poca gente habla en el sector. En el coloquio contó esa discrepancia con la plataforma y también cómo es el proceso de selección del casting, con unas personas decidiendo qué intérpretes garantizan un recorrido comercial de la película en los mercados internacionales y cuáles no, por lo que son directamente descartados.
Más allá del coloquio, al que volveré luego, porque dejó un buen montón de perlas, la película, que esto se supone que aspira a ser una crítica, es tan arrebatadora, excesiva, alocada y humana como todas las de su director. Una historia de duelo, pero no sólo, contada desde la ciencia ficción, que, como dice Vigalondo, es un género que permite tomar atajos para llegar a contar historias desde enfoques y lugares distintos a los habituales. Así que Daniela forever es una película de duelo, sí, pero también de ciencia ficción, y de saber querer bien, de mirarse al espejo y reflexionar sobre cómo nos relacionados con los otros o de la geografía sentimental que construimos con la gente que queremos.
La película cuenta la historia de Nicolas (Henry Golding) tras la muerte en un accidente de tráfico de su novia Daniela (Beatrice Grannò). Está destrozado y una amiga (¿hay algo que no haga bien Nathalie Poza?) le habla de un tratamiento experimental que le permite controlar sus sueños, por lo que puede intentar superar el duelo soñando, por ejemplo, con momentos felices de su infancia. Él ve con ese ensayo la posibilidad de encontrarse con Daniela en sueños cada noche, lo que le permite habitar a la vez dos mundos: el supuesto mundo real, en el que sufre por la pérdida de Daniela, y el supuesto mundo onírico, en el que se encuentra con ella y todo sigue como siempre. El autor rodó las escenas de aquel primer universo, el que llamamos de la realidad, en betacam, una cámara muy, muy antigua, con una resolución y una calidad bajísima, lo que obliga a comprimir la pantalla, y que se diferencia claramente del otro mundo, especialmente luminoso.
La película tiene el encanto único único de las películas imperfectas, atrevidas, personalísimas y alocadas. Hay momentos delirantes en el filme, que tal vez para según qué espectadores pueden resultar desbarres, pero que celebramos quienes entramos de lleno a lo que el genial director nos propone. Especial mención merece la presencia del grupo Hidrogenesse en varios momentos de la película.
El filme nunca es exactamente lo que parece y termina derivando en algo que nadie podría esperar en un primer momento. Juega en ello un papel especial el personaje al que interprete con su maestría habitual Aura Garrido. Es muy bella esa idea de los espacios que desaparecen y de la geografía sentimental que construimos con la gente querida. Aquí, Madrid es el escenario de todos esos encuentros y recuerdos, de toda esa vida común. Se habla también de las relaciones sanas, de cómo afrontar el duelo, que el director describió en el coloquio como una experiencia alucinógena, y de saber echarse a un lado y anteponer el bienestar del ser querido y su felicidad a todo, empezando por tus propios deseos.
En ese coloquio, que como pueden ver, me encantó, el director también habló de su forma de rodar, de cómo quería que la película fuera un una cápsula del tiempo del Madrid actual, ahora que cada vez más los escenarios de las películas podrían ser cualquier ciudad del mundo, porque se les arrebata la personalidad en aras a intereses comerciales internacionales. En este tiempo de homogeneización e imposiciones de toda clase, es una bendita rareza que existan directores tan ingeniosos, geniales y libérrimos como Nacho Vigalondo, quien, en otra de sus perlas, afirmó que en este contexto en el que todo parece atender a algoritmos y a la ausencia de cualquier toma de riesgos a la hora de rodar una película, permitir el azar es cada vez más un acto político.
Por cierto, en el coloquio el director adelantó que ha contado con absoluta libertad en el rodaje de Superstar, la serie producida por los Javis que ha dirigido y que se estrenará este año. Llegó a decir que es lo más loco que ha grabado. Por si podíamos tener todavía más ansia por verla. Vigalondo forever.
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