¿Y si el auge de los extremismos políticos estuviera relacionado con la creciente pérdida de atención de la sociedad? Es una de las sugerentes reflexiones que aporta el ensayo El valor de la atención, de Johann Hari, editado por Península con traducción de Juanjo Estrella. La obra, muy bien documentada y muy didáctica, explora entre otros muchos temas la relación entre la indudable crisis de la atención de nuestros días y la peor crisis de la democracia desde 1930. “La gente que no es capaz de concentrarse es más proclive a sentirse atraída por soluciones autoritarias, simplistas, y es menos probable que se percate de que no funcionan”, leemos. Además, está demostrado que los algoritmos de las redes sociales tienen un sesgo negativo, porque lo que indigna más, atrapa más, y las noticias falsas viajan seis veces más rápido que las verdaderas.
El libro, muy claro y directo, bien argumento y cargado de buenas ideas, intenta responder a dos grandes preguntas: a qué se debe la pérdida de atención en nuestras sociedades y qué podemos hacer para combatirla. El autor cita muchas fuentes y relata sus charlas con expertos, que adereza con anécdotas personales. Es de ese tipo de ensayos que, lejos de la lógica peligrosa de los libros de autoayuda, permite al lector mirar al mundo de un modo distinto, más consciente, analizando más sus hábitos y lo que le rodea. Uno de esos ensayos apasionantes que abordan del derecho y del revés, desde todos los ángulos posibles, un tema concreto, que escudriñan con tanto detalle como vocación didáctica.
En las primeras páginas, el autor conjura el riesgo de tener una mirada apocalíptica sobre la realidad y la influencia de las pantallas en nuestras vidas. Cuenta que ya hace siglos monjes medievales escribieron que habían perdido capacidad de atención, así que se dedica a demostrar por qué ahora es diferente. También reconoce pronto que habla desde el privilegio de quién puede irse tres meses a una desconexión digital en una casita frente a la playa en Provincetown, un periodo en el que dejó las redes, pero también todo lo demás, y es perfectamente consciente de que no es algo que esté al alcance de todo el mundo. Poca gente puede dejar el trabajo durante meses.
Cuando te enfrentas a un ensayo sobre la gran crisis de la pérdida de atención de nuestra sociedad, obviamente, esperar encontrar muchas menciones a Internet a las redes sociales. Y, en efecto, el ensayo demuestra que tienen mucho que ver con lo que estamos viviendo. Pero también hay otros factores de nuestro modo de vida que explican la crisis de la atención. Y son esos otros factores, por menos evidentes, los que más interesantes me han resultado del libro. Por ejemplo, se refleja el impacto de la alimentación en la capacidad de concentración. El autor explica que ahora tenemos una dieta que produce constantes picos y desplomes de energía, al estar demasiado basada en productos llenos de azúcar y carbohidratos. Esto provoca, por ejemplo, que tras el desayuno se dispare el nivel de azúcar en sangre y luego se desplome, lo que hace que nos sintamos agotados 20 minutos después. Todo ello en un mundo acelerado en el que la comida precocinada y los procesados le han ganado terreno a los productos frescos.
También hay indicios que demuestran que la contaminación perjudica a la concentración. Por ejemplo, se ha demostrado que es un 15% más probable sufrir demencia si vives cerca de una carretera principal. Otro factor clave es la falta de sueño. Según la Fundación Nacional del Sueño, el tiempo que dedicamos a dormir se ha reducido un 20% en apenas cien años. Si no dormimos bien, el cuerpo lo interpreta como una emergencia, es una alarma fisiológica. Y eso, naturalmente, afecta a la atención y a la memoria, entre otras cosas, porque por la noche nuestra mente transfiere lo que hemos aprendido durante el día a la memoria a largo plazo. Además, durante el sueño el cerebro se limpia a sí mismo de los residuos que ha acumulado durante el día. También soñamos cada vez menos, ya que los sueños llegan en la fase REM, y hay científicos que sostienen que soñar ayuda a gestionar mejor el estrés y a tener más concentración.
A menudo, se combate ese sueño con cafeína. El autor explica que hay una sustancia química, la adenosina, que nos indica cuándo tenemos sueño. La cafeína bloquea el receptor que lee el nivel de adenosina. Es como poner un pósit sobre el indicador de gasolina del coche. No te da más energía, sólo impide que te des cuenta de lo vacío que estás.
Y luego hay otra palabra mágica: capitalismo, entendido como el actual sistema económico basado en el crecimiento constante. El ensayo señala al estrés como la principal causa de la falta de atención. Especialmente, el estrés financiero, porque no estamos muy concentrados que se diga si no sabemos cómo pagaremos al alquiler a final de mes. El autor cita un estudio con recolectores de caña de azúcar. Pusieron a prueba sus aptitudes antes y después de la cosecha, es decir, antes y después de recibir el salario por su trabajo. Cuando tenían seguridad económica, su coeficiente intelectual medio era trece puntos superior. También se demostró en un experimento de renta básica universal en Finlandia que la gente rinde más y se concentra más si tiene las necesidades financieras básicas cubiertas.
Hari cita el concepto de Robert Colville de “la Gran Aceleración” para resumir nuestro ritmo de vida. La gente habla significativamente más deprisa hoy que en la década de 1950, y en apenas veinte años las personas, en las ciudades, han pasado a caminar un 10% más rápido. Esto también nos lleva a tener la ilusión de que podemos llevar a cabo dos tareas a la vez. Spoiler: no somos máquinas, no podemos. Hay estudios que demuestran una caída de diez puntos del coeficiente intelectual cuando se hacen dos tareas a la vez. Por ejemplo, el impacto de recibir mensajes al volante es equivalente a conducir borracho, según un estudio.
Y, ahora sí, por supuesto, Internet y las redes sociales juegan un papel protagonista en nuestra mejor capacidad de atención. El autor contrapone la visión de dos expertos, Mihaly Csikszentmihalyi y Skinner, para demostrar que las redes funcionan siguiendo las ideas del segundo. Csikszentmihalyi habla del estado de flujo, que se da cuando estamos tan absortos en lo que estamos haciendo que perdemos el sentido de nosotros mismos, el tiempo parece desaparecer y fluimos en la experiencia misma. Es la forma más profunda de concentración que se conoce, a lo que debemos aspirar. Esos largos periodos de concentración nos hacen sentirnos más felices y más sanos. Considera que debemos centrarnos en las cosas que hacen que merezca la pena vivir. Por su parte, Skinner, demostró mediante experimentos con animales que podemos entrenar a cualquier criatura viviente, incluidos los humanos, para desear unas recompensas inmediatas. Por ejemplo, que una paloma recibirá comida si hace determinado gesto. Es la teoría en la que se basan las redes sociales con sus corazoncitos y sus me gusta.
Los daños de las redes sociales a nuestra atención están más que acreditados en el libro. Siguiendo a McLuhan y su idea de que el medio es el mensaje, para empezar, el autor afirma, con razón, que las redes sociales nos han conducido a la superficialidad más absoluta. El mundo no se puede entender con afirmaciones simples de 280 caracteres, ni lo más importante de otras personas es su aspecto físico o cómo se venden posando en selfies sin fin o en versiones editadas de su propia vida. Las redes sociales, a las que dedicamos tantas horas al día, terminan condicionando nuestra forma de actuar, ya que alimentan los aspectos más feos y superficiales de la naturaleza humana. Por el contrario, los libro invitan a sumergirse en un tema, trasladan el mensaje de que el mundo es complejo, de que vale la pena dedicarle tiempo a leer historias, a pensar en cómo viven o cómo ven el mundo otras personas. “Me gusta la persona en la que me convierto cuando leo muchos libros. Me disgusta la persona en la que me convierto cuando paso mucho tiempo en las redes sociales”, escribe el autor.
En parte por culpa de las redes, cada vez nos permitimos menos las divagaciones mentales, empeñados en llenar cada minuto del día con alguna actividad. Y esa es otra de las causas de la pérdida de atención. El autor explica que, cuando creemos que no estamos pensando, en realidad se activa la red neuronal por defecto, como demostró el doctor Marcus Raichle, a quien en el cole le regañaban por pasarse el día soñando despierto. Hay científicos que consideran que esa parte del cerebro es la que se vuelve más activa durante la divagación mental. Es básico, ya que nos hace más creativos, al divagar, nuestra mente establece nuevas conexiones entre las cosas. Tenemos que permitirnos divagar más.
El autor demuestra que las redes sociales están inmersas en una batalla permanente y sin cuartel por robar la atención el máximo tiempo posible. “No es culpa nuestra si no logramos concentrarnos. Es algo diseñado. Nuestra distracción es su combustible”, explica. La intención de la gente de Silicon Valley no era diseñar dispositivos y sitios webs que perjudicaran la capacidad de concentración de la gente. No es su meta, pero es un efecto inevitable de su modelo de negocio. Sencillamente, cuanto más tiempo pase la gente consultando sus móviles, más dinero ganan esas empresas. El autor habla con arrepentidos como Aza Raskin, creador del scroll infinito, para llegar a la conclusión de que el problema no es la tecnología per se, sino el diseño de esa tecnología. También aparecen en el ensayo varios arrepentidos que estudiaron en el Laboratorio de Tecnologías Persuasivas de Stanford, que es tan horrible como suena y cuya meta es exactamente lo que parece: estudiar cómo enganchar más y más a los usuarios.
El autor se rebela contra lo que la historiadora Lauren Berlant llama optimismo cruel, que consiste en hacer creer a la gente que puede resolver un grave problema social sólo con fuerza de voluntad, como si fuera cosa suya y obviando las causas profundas. Esto, explica, conduce deliberadamente a la culpabilización de la víctima, mientras hace creer que el sistema es como es porque sí y no se puede cambiar. Sugiere alternativas y soluciones que, de entrada, se antojan poco realistas, como que los gobiernos compren las redes sociales, porque se entiende que son servicios públicos como la red de alcantarillado, en un modelo que copiaría al de la BBC para garantizar su independencia del poder. Otra propuesta es prohibir el capitalismo de vigilancia, es decir, los modelos de negocio que rastrean en internet a los usuarios para conocer sus debilidades y después vender esos datos personales al mejor postor, que es lo que sucede ahora con las redes sociales. Lo compara con la pintura de plomo, que se generalizó en Estados Unidos hasta que se retiró después de que se demostrara que dañaba al cerebro de niños y adultos. No se prohibió volver a pintar las paredes de la casa, sólo se prohibió ese tipo específico de pintura. No parece, en todo caso, que el clima político actual, con Trump en la Casa Blanca aupado por los dueños de esas mismas redes sociales, nos permita ser muy optimistas.
El autor plantea otras alternativas menos radicales, pero que los gigantes tecnológicos no aceptan, como agrupar todas las notificaciones para recibirlas de forma conjunta solo una vez al día, eliminar el scroll infinito o cambiar el algoritmo de recomendaciones que terminan conduciendo a contenidos extremistas y a bulos. Por último, el libro llama a una gran Rebelión de la Atención que siga el camino de grandes movimientos sociales como el feminismo o el movimiento LGTBI. En su opinión, sólo una gran movilización social podría obligar a cambiar las reglas del juego en el mundo de las redes sociales. Más sólidos son los ejemplos concretos de casos ya llevados a cabo que demuestran que se puede recuperar la atención perdida, como empresas que aumentaron su productividad al reducir a cuatro el número de días de trabajo a la semana, con lo que lograron más productividad, menos estrés, menos distracciones y menos accidentes laborales.
El valor de la atención, en fin, es un ensayo nutritivo, sugerente y muy acertado que invita a la reflexión y acierta al señalar las principales razones de la menor capacidad de concentración de nuestra sociedad. Es un ensayo que no tiene todas las respuestas ni vende soluciones mágicas, pero que sí plantea las preguntas adecuadas y hace un preciso retrato de nuestro tiempo acelerado y entregado a las redes sociales, la falta de sueño, la comida poco saludable y las prioridades vitales confundidas.
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