Larra es una de mis mayores debilidades en las ferias del libro antiguo. Es un placer aparcar el ritmo frenético e imposible de seguir de las novedades editoriales para buscar lecturas entre libros que otras personas hace mucho ya leyeron y que fueron escritos aún más tiempo atrás, pero siguen esperándonos y apelándonos como si fueran textos nuevos. Me encanta dejarme sorprender y pasar ratos largos sin propósito ni objetivos concretos frente a las casetas, porque es estupendo que me llame la atención una portada, un título o una firma que no esperaba, más o menos antigua, de un género o de otro. Pero, abierto siempre a la sorpresa, Larra siempre está ahí. Hace un tiempo, encontré en la Feria del Libro Antiguo de Madrid una edición preciosa de El pobrecito hablador con prólogo de Umbral que publicó Espasa Calpe en 1979. En el prólogo, Umbral califica ese proyecto de Larra, que duró catorce números, como “una guerra civil de uno contra todos”.
Cuando leo artículos costumbristas de hace tanto tiempo que suenan tan actuales siempre pienso, por un lado, en lo atemporal y universal que es la buena literatura, por supuesto, pero también en lo que poco que cambia el ser humano en algunas cosas. Porque, más allá de los avances evidentes desde aquella época, hay ciertos vicios y costumbres de las que se ríe Larra que riman con otras que fácilmente podemos encontrar hoy en día. Porque quizá no cambiamos tanto en el fondo, porque tal vez la esencia humana se mantiene más o menos invariable con el paso del tiempo.
Larra es muy crítico con la sociedad de su tiempo y en este proyecto, que nunca publicó con su nombre, sino con diversos pseudónimos, lamenta el atraso de España frente al resto de países europeos, con sátiras de lo más hilarantes y también de lo más contundentes. Su primer número es una auténtica declaración de intenciones: “consideramos la sátira de los vicios, de las ridiculices y de las cosas, necesaria y, sobre todo, muy divertida”. Porque, en efecto, son artículos que entretienen, pero que también dan que pensar y disparan con bala. También deja claro el juego de los pseudónimos cuando escribe: “aunque nos damos el tratamiento de nos, bueno es advertir que no somos más que uno, es decir, que no somos lo que parecemos”. Y es un buen consejo ese a tener en cuenta cuando se lee a Larra, porque ni los personajes bajo los que decide esconderse ni esos sobrinos o amigos de los que habla existen realmente, existiendo, de hecho, como arquetipos de la sociedad de la época.
Larra escribe sentencias que pueden definir a la perfección a la sociedad actual, tanto tiempo después de ser escritas. Por ejemplo, cuando afirma que “en todas partes muchos majaderos que no entienden de nada disputan de todo”, que bien nos serviría para hablar hoy de las redes sociales. También en las redes, y no sólo, claro, es habitual que la gente opine de lo que no sabe. Cuando Larra escribe sobre un supuesto sobrino, dice de él que “de ciencias y artes ignora lo suficiente para poder hablar de todo con maestría”. También suena muy actual cuando, lamentando el desprecio a la ciencia y a la inteligencia, escribe: “te diré que lo que no se conoce, no se desea ni echa de menos: así suele el que va atrasado creer que va adelantado, que tal es el orgullo de los hombres”.
Por lo que se ve, las opiniones grandilocuentes e hiperbólicas tampoco son nuevas. Larra tiene una querencia especial por hablar de la cultura, la escasez de público teatral y más aún de lectores. En uno e sus artículos, explica que no hay un público único, invariable e imparcial, sino más bien un público que “ama con idolatría sin por qué, y aborrece de muerte sin causa”.
Quienes lamentamos hoy que la cultura no tenga en España el papel que debería ni el que tiene en otros países como, singularmente, Francia, podemos descubrir que es un lamento que viene de lejos. Larra escribe que “en otras partes es la más apreciada la aristocracia del talento”. Y si pensamos que lo de que haya famosos por cualquier tontería es algo propio de nuestra época, nos percataremos también de que en los tiempos de Larra había “importantes de estos que a costa de tener reputación se conforman con tenerla mala”.
Uno de los mejores artículos, más allá del archiconocido Vuelva usted mañana, es Castellano viejo, en el que ridiculiza la ignorancia y las malas formas de ciertos compatriotas, en “este país de exabruptos”, cuyo patriotismo es tal “que darán todas las lindezas del extranjero por un dedo de su país”. No puede resultar más preciso ni más actual la descripción de esa clase de gente, ayer y hoy, que “llama a la urbanidad, hipocresía y a la decencia, monadas; a toda cosa buena le aplica un mal apodo”. ¿Hay modo más acertado de definir, por ejemplo, a Trump y su corte de defensores de la crueldad y el odio?
Tampoco está nada mal el comienzo de la sátira contra los vicios de la corte: “a nadie se ofenderá, a lo menos a sabiendas; de nadie bosquejaremos retratos; si algunas caricaturas por casualidad se pareciesen a alguien, en lugar de corregir nosotros el retrato, aconsejamos al original que se corrija; en su mano estará, pues, que deje de parecérsele”. En El pobrecito hablador, en fin, Larra publicó artículos costumbristas que van más allá de las simples anécdotas y al que no le sienta nada mal el paso del tiempo. De propina, otra de sus maravillosas frases, también muy actual: “tal es el orgullo del hombre que más quiere declarar en alta voz que las cosas son incomprensibles cuando no las comprende él, que confesar que el ignorarlas puede depender de su torpeza”. Ojalá pronto encontrar nuevos viejos libros de Larra en alguna feria, alguna librería o algún puesto en Sant Jordi. Porque sigue sin hacer nada más moderno que aquello que escribió este genio hace dos siglos, y que dejó una obra magnífica pese a su corta y trágica vida.
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