Cuenta Víctor Elías en la catártica, luminosa y emotiva Yo sostenido, sonata para un juguete roto, que pocos días después de la prematura muerte de su padre se rompió en el rodaje de una escena de Los Serrano, la serie en la que trabajaba entonces, en la que tenía que llamar “papá” a Antonio Resines, su padre en esa ficción. El fallecimiento de su padre es una de las duras vivencias que marcaron la infancia, es decir, la vida del actor y músico, que ahora cuenta en esta impactante obra teatral que puede disfrutarse en los Teatros de Luchana, con texto de Pablo Díaz Morilla y dirección de Fran Perea.
Es admirable la honestidad y la frescura con las que Víctor Elías pone en pie esta obra en la que habla de su vida, claro, pero no sólo. Lo hace apoyado en su piano, su eterno compañero, su gran pasión, y con la compañía en escena del actor Javier Márquez, quien da la bienvenida al público al entrar a la sala y que le da la réplica al actor. Su papel, que en gran medida sirve como alivio cómico, contribuye a contar la historia y a ponerle un toque cómico.
La obra cuenta una historia muy íntima y personal que, precisamente por eso, conecta con el público, por su verdad. No sabemos lo que es la fama y nuestras profesiones son muy distintas a la suya, nuestras vidas no tienen aparentes parecidos con la de él, pero todos conectamos con su historia gracias a su honestidad. No nos suena familiar que alguien nos pida autógrafos por la calle, pero sí la voluntad de agradar a la gente que queremos; no hemos subido nunca a un escenario, pero sabemos de la dificultad para gestionar las dificultades propias y ajenas, la importancia de la infancia en nuestro yo adulto o la necesidad de encontrar nuestro lugar, nuestra pasión.
Elías habla con frescura y naturalidad de su vida, de sus padres, aquello que le marcó en la infancia, sus comienzos como actor de niño, su pasión por la música, sus adicciones... Se ríe de sí mismo, como cuando recuerda su paso por Santa Justa Klan, el grupo junto a otros actores jóvenes de Los Serrano. Y hasta bromea con los momentos más duros de su vida. Hay instantes muy tiernos, como cuando recuerda a los tíos que lo criaron cuando dejó de vivir con su madre, o cuando habla con amor de cómo sus padres le inculcaron el amor por la interpretación y por la música. También hay momentos más duros, como cuando su padre le dice que no se dedique a la música porque ya gana mucho dinero como actor, o cuando habla de cómo se curó de las adicciones.
La obra, más allá de la historia personal de Víctor Elías, invita a la reflexión del público, el que a menudo piensa que si un famoso no sale en la tele es que ha fracasado, el que lee noticias en medios digitales con titulares como “¿qué fue de Víctor Elías?”, “35 cosas que no sabías del hermano mediano de Los Serrano” o “El cambio físico de Víctor Elías que te sorprenderá”. El mismo público que utiliza con la misma facilidad el irresponsable término “niño prodigio” para ensalzar a menores de edad que destacan en la interpretación y el cruel término “juguete roto” para cuando deja de estar de moda, como si fuera un fenómeno climatológico, como si no tuviera nada que ver la actitud del público o el propio sistema.
Con una escenografía sencilla pero muy efectiva a cargo de Lua Quiroga Paúl y la iluminación de Michael Collis, en los distintos actos de la función el espectador avanza a lo largo de los años, siempre con la música como protagonista. Se hace menciones a las canciones que lo petaron cada año, Víctor Elías interpreta toda clase de melodías, incluidas varias compuestas por él que cuentan sin palabras los grandes hitos de su vida. Impresiona ver su dominio del piano, cómo juega con las teclas y transmite emociones a través de la música.
El artista muestra las sombras del mundo del espectáculo, pero no busca excusas. También habla de la imagen social de los excesos con el alcohol o las drogas, la hipocresía común en torno a esas adicciones y a tantas otras que nos rodean. Él se reconoce adicto al trabajo. Reflexiona sobre la idea del éxito, sobre la presión por no decepcionar a los demás. Gracias al precioso texto de Pablo Díaz Morilla y a la emotiva y apasionada interpretación de Víctor Elías, el teatro se llena de verdad.
Por si todo esto fuera poco, uno sale de la obra con ganas de volver a escuchar una y mil veces el precioso bolero Contigo aprendí, de regresar a La revolución sexual, ese himno de La Casa Azul que se interpreta en la función, de sumergirse en los temas compuestos a Víctor Elías para esta obra (y que pueden escucharse a través de un QR en un papel que te dan a la entrada de la función) y, la verdad, también un poco con ganas de regresar una vez más a algún capítulo de Los Serrano, esa serie a la que muchos nos enganchamos y de la que reconozco que me sé de memoria escenas enteras. Es bonito que Víctor Elías, igual que el resto del elenco de la serie, recuerde con cariño aquellos años y que varios de sus compañeros en aquel trabajo sean hoy familia elegida para él. El artista mira sin un ápice de nostalgia, pero también sin rencor por las partes más malas de la fama. Habla reconciliado con su pasado, consciente de que es como es por todo lo vivido, y abrazando su experiencia hasta llegar aquí. Es por ello una obra inspiradora y muy vitalista. No pudo ser mejor mi primera visita a un teatro de n 2025. Sencillamente maravillosa.
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