En un mundo en el que la ternura y la sensibilidad siempre parecen un poco sospechosas, porque así de desquiciados andamos, pero también en el que se confunde con frecuencia el vitalismo y el optimismo con las tazas de café con bobos mensajes sensibleros, es muy de agradecer que se sigan haciendo películas como El bus de la vida, de Ibon Cormenzana. Es lo que, con esa pedantería de quienes abusan de los términos en inglés, se llamaría una feel-good movie, es decir una película buenrollera, de las que te hacen sentir bien, con mejor ánimo, con más ganas de disfrutar de la vida y valorar lo que de verdad importa.
La película, que cuenta con un elenco magnífico entregado a la causa, se centra en la historia de Andrés (Dani Rovira), un profesor de música con aspiraciones de convertirse en cantante que está destinado a hacer una suplencia en un colegio en Euskadi. De pronto, le detectan un cáncer de oído, lo que lleva a entrar en contacto con un grupo de enfermos de cáncer como él que acuden cada día a recibir tratamiento en el hospital en un autobús que conduce Mai, una mujer alegre y vitalista (Susana Abaitua) que los une y anima a todos.
El material de la película, como se puede comprobar, es altamente sensible. Porque no es sencillo mostrar en la pantalla una historia así sin caer en excesos narrativos y, sobre todo, porque cada espectador tendrá puesto en un lugar el umbral de lo que considera sensiblero o no. Algo que para alguien puede ser tierno y emotivo puede resultar para otra persona poco menos que pornografía sentimental. Así que el equilibrio, el punto justo, es casi imposible de conseguir con historias así, más aún cuando la película, pese al tema abordado, tiene una deliberada vocación de comedia. Creo que el gran logro de El bus de la vida es que consigue encontrar ese equilibrio.
La película es sentimental, pero no sentimentaloide; emotiva, pero no lacrimógena; vitalista, pero no simplista ni boba. No edulcora la dureza de la enfermedad y además esquiva con acierto los tópicos que se suelen emplear cuando se habla de cáncer: lo de la lucha, lo de decir que el cáncer te hace mejor persona y discursos así. La película logra lanzar un mensaje optimista y vitalista, pero no es un mensaje simplón de una taza de los que dicen que si quieres, puedes y tonterías así, sino que es bastante más cercana a la realidad.
No se esconden los duros efectos secundarios del tratamiento, el sufrimiento de los enfermos y sus personas queridas o, claro, la muerte de algunas de las personas que sufren esa enfermedad, pero a la vez se defiende la alegría y el buen ánimo, la importancia de las redes de apoyo y la amistad, de la empatía y el cariño, del amor y la ternura. Habrá a quien le parezca que se queda demasiado corta y otros pensarán que llega demasiado lejos, quien dirá que hay demasiado drama en esa comedia u quien pensará todo lo contrario. Y es lógico que así sea. La subjetividad que siempre (sí, no nos engañemos, siempre) tenemos a la hora de valorar una película, aquí tiene todavía un papel mayor dado el tema abordado. A mí me parece que la película es encantadora y halla un punto de equilibrio admirable.
También son dignas de mención las interpretaciones del elenco, en especial las de Dani Rovira y Susana Abaitua como protagonistas, la de una siempre impecable Elena Irureta y la del joven Pablo Scapigliati, cuyo personaje, al que llena de frescura y verdad, es de lo mejor de la película. Su personaje, por cierto, interpreta varias canciones en la película, una de las cuales tiene un verso de esos demoledores que piden mármol: “pasa la vida en empleos que odiamos para después comprar mierdas que no necesitamos”. Boom.
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