El cine español aborda casi todo tipo de temas, pero se suele olvidar de algunos, y uno de los que más cuesta ver es el de las clases sociales. No ayuda que los personajes de la mayoría de las películas vivan en viviendas grandísimas ni que rara vez se hable de dinero o de cómo se ganan la vida, y pocas historias nos cuentan de obreros o gente pobre. Rara vez se habla en las películas de las diferencias y las desigualdades abismales entre las personas de clase alta con una red de seguridad y las personas de clase baja que nacen con las cartas marcadas. De un tiempo a esta parte, y no sólo en el cine, se ha dejado de hablar de las clases sociales. Como si no existieran. Como si viviéramos en un mundo en el que no hay personas de clase baja o en la que el distinto origen socioeconómico o el poder adquisitivo de la familia en la que uno nace no tuvieran la menor importancia, como si el ascensor social, en fin, funcionara de verdad y no sólo muy de vez en cuando. Como si no existiera una batalla de clases que, en efecto, está ganado la clase alta, como bien dijo Warren Buffett.
En un contexto en el que se habla muy poco de clases sociales en el cine español, con una infrarrepresentación evidente de la clase trabajadora, y en el que incluso hay comedias con un trasfondo muy conservador que juegan con ciertos prejuicios y los alimentan sin pudor, películas como Menudas piezas, de Nacho García Velilla, estrenada hace unos meses y que ahora puede verse en Movistar, son un auténtico soplo de aire fresco. No es una película perfecta, por supuesto, pero es bastante inusual, para bien, el tono del filme y su forma de contar una historia de un grupo de chavales de un colegio público en los que nadie cree nada.
La película, además, está inspirada en la historia real del colegio público zaragozano Marcos Frechín, en el que un grupo de chicos y chicas alentados por el profesor Enrique Sánchez se impuso en el campeonato nacional de ajedrez escolar. Es una historia preciosa, de esas que decimos que son de película, y, efectivamente, ha servido como inspiración de una comedia muy entretenida, con un mensaje social claro, divertida y emotiva, del género de las feel good movie, una película para sentirse mejor. Juega en el género en sí mismo de profesores que acaban sin querer en colegios humildes de barrios obreros mucho más habitual en el cine francés, por ejemplo.
La vida de Candela (siempre estupenda Alejandra Jiménez) da un vuelco en la primera escena de la película, cuando se ve de pronto engañada por su marido (al que deja en una escena memorable) y sin trabajo en un instituto elitista, de los que se parecen a la escuela de Harry Potter, como se escucha en una de las escenas del filme. Al verse en el paro, Candela se ve forzada a volver al barrio humilde en el que nació y donde siguen viviendo su padre (Francesc Orella), con quien tiene una relación gélida, y su hermana (fantástica María Adáñez), quien trabaja como cocinera en el colegio público donde ambas estudiaron y que es una mujer cuidadora y humilde que se encuentra siempre en medio de las personalidades un tanto egoístas de su padre y de su hermana.
De las aulas de ese centro educativo privado y muy pijo, la protagonista de la película pasa de golpe a dar clase a un grupo de recuperación con varios chavales y chavalas con situaciones vulnerables. Por cierto, el elenco de intérpretes jóvenes hace un trabajo magnífico y muy natural. Convencen en sus papeles Rocío Velallos, Pablo Louazel, Verónica Senra, Kiko Bena y Tuoxin Qiu. Son chicos y chicas con situaciones complicadas en casa, de clase baja, que no dejan de percibir alrededor el mensaje de que no sirven para nada, y que saben que tienen objetivamente muchos más obstáculos para su futuro que otros jóvenes de una clase social distinta.
Como escuchamos en un momento del filme, son chavales que saben que van perdiendo desde que nacieron. Y es muy positivo que el cine se acerque a esta realidad, que reflexione sobre el determinismo social, que muestre lo averiado que está el ascensor social, y también que sirva de inspiración, que muestre historias que, desde la comedia y el relato amable y blanco, no rehuyan el debate sobre las clases sociales. Porque existen, vaya si existen. Porque es un debate que incomoda a mucha gente, incluidos los políticos, que en su gran mayoría o no hablan de ello o se refieren a la clase baja como “clase media trabajadora”, porque de pronto la clase baja o simplemente trabajadora no existe, nadie se quiere ver en esa categoría y nadie parece dirigirse a esas personas.
Películas como Menudas piezas no cambiarán el mundo, como tampoco lo cambiará una partida de ajedrez, pero es verdad que necesitamos en el cine que nos cuenten historias como ésta y también que, ante un tablero de ajedrez, todas las personas son iguales, y mensajes así son muy poderosos y casi diría que revolucionarios. Ya sabemos que la realidad rara vez ofrece finales felices como los de esta película, pero viene muy bien la inspiración del cine y, a la vez, su enorme capacidad de plantear debates y reflexiones, de poner luz sobre realidades pocas veces mostradas en la gran pantalla.
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