El excepcional Museo Picasso de Barcelona siempre merece una visita y, sin duda, los próximos meses, más todavía gracias a la exposición temporal De Montmartre a Montparnasse, artistas catalanes en París. 1889-1914. Es una muestra deslumbrante sobre un periodo de la historia particularmente fascinante, una época de vanguardias y de una cierta inocencia, antes de que la I Guerra Mundial, entonces conocida como la gran guerra, supusiera un final sangriento y abrupto a la conocida como Belle Époque. La exposición se centra en la comunidad artística catalana que se estableció en los dos barrios bohemios y artísticos por excelencia de París, Montmartre y Montparnasse.
La muestra, que ofrece muy recomendables visitas guiadas, reúne además de cuadros y esculturas, toda clase de material que ayuda a recrear aquella época, desde fotografías a vídeos, pasando por documentos, libros y periódicos. Y esto último, cada uno sus debilidades, es siempre de lo que más me llama la atención en exposiciones así, porque me encanta leer las crónicas periodísticas de la época. Un fragmento de una de ellas, titulada Artistas catalanes en París, que publicó Santiago Rusiñol en La Vanguardia, resume bien la esencia y el enfoque de esta exposición. “Si existiera y anduviera por la tierra, y, andando, llegara hasta París el gran loco Cervantes, lo primero que vería sería un molino que en lo alto de Montmartre yergue sus astas sobre la nota gris, y de seguro que hacia él dirigirá sus pasos en busca de extrañas aventuras. No podría darse cuenta del papel que representa aquella máquina con alas descarnadas, extendiendo su esqueleto entre las chimeneas, ni podría explicarse cómo en el mismo corazón de ciudad tan moderna se levanta soberbio tan inútil armatoste”.
Me gusta mucho ese texto porque, en efecto, ahí está todo. La referencia al Quijote, que nos recuerda que la historia de la cultura es una historia de influencias e inspiración, que gracias a la literatura o el arte la realidad que vemos nunca es exactamente eso que se llama realidad objetiva, que en el fondo no existe, está siempre condicionada por nuestra mirada, por nuestras lecturas e influencias previas. También refleja el texto el enorme interés que todo lo que sucedía en París despertaba en Barcelona, ciudad picassiana y cervantina, que lleva más de un siglo mirándose en el espejo de la capital francesa, y que quizá nunca lo hizo de un modo tan intenso como a finales del siglo XIX y principios del XX. Y también, claro, ese texto incluye la reivindicación, como diría Nuccio Ordine, de la utilidad de lo inútil, del arte por el arte, de cómo un grupo de artistas veía en ese molino destartalado en Montmartre, el Moulin de los Galette, un lugar de inspiración, creación y convivencia con otros artistas. Es, posiblemente junto al Moulin Rouge, el molino más retratado de la historia del arte.
En Barcelona modernista, un libro de Cristina y Eduardo Mendoza sobre la Barcelona de finales del siglo XIX que es una joyita, se hacía mención a la influencia francesa en artistas hijos de la burguesía como Ramon Casas, Santiago Rusiñol y Miquel Utrillo, quienes fueron a París y allí se instalaron juntos. En aquel libro se da cuenta del enorme afrancesamiento de la sociedad barcelonesa de la época, hasta el punto de que las cartas de los restaurantes estaban a menudo en francés. También se cuenta que, en un primer momento, el aire más moderno y avanzado de las obras de los artistas que se instalaron en París tardaron en convencer a la sociedad de la época. Desde luego, han superado con creces la prueba del paso del tiempo.
La muestra que se puede disfrutar ahora en el siempre imponente Museo Picasso de Barcelona comienza con un dibujo del propio Picasso en el que se retrata a sí mismo junto a su amigo Carlos Casagemas, también pintor, con quien viajó por primera vez a París y cuyo suicidio años después propició la era azul del pintor malagueño. En ese dibujo chiquito, pero muy valioso, unos jóvenes Picasso y Casagrmas caminan por París y señalan a la Torre Eiffel, que se acababa de levantar con motivo de la exposición universal de 1889. La primera sala, que da la bienvenida a París, muestra el impacto que la capital francesa causaba en sus visitantes, en esos artistas llegados de todas partes del mundo.
Después se muestran otras caras de su vida en la ciudad. La más lúdica, como las fiestas de los cabarets, y las más sórdidas, como los burdeles o varios cuadros que reflejan los efectos de las adicciones a las drogas. Está muy bien estructurada la exposición, que también permite ver lo que esperaban en París de esos artistas españoles llegados a su ciudad (escenas pintorescas de flamenco y toros) y también la mirada estereotipada de la mujer francesa por parte de los artistas, en su gran mayoría, hombres, que ven a París como una ciudad cuna de la civilización, de las más avanzadas artes y de la belleza más arrolladora. En la muestra apenas aparecen obras de dos mujeres: Lluïsa Vidal y Laura Albéniz, hija de Isaac Albéniz.
La última sala, en la que sobresale la escultura y hay una obra portentosa de Miquel Blas (arriba), culmina con una grabación en vídeo de la época en la que se ve a los soldados desfilar por las calles de París camino de la Gran Guerra. Imposible simbolizar de un modo más directo el final brusco de una época apasionante de poco más de dos décadas en las que París terminó por desplazar definitivamente a Roma como la capital mundial del arte, el destino prioritario de peregrinación de quienes querían dedicarse a la pintura. Una época con sus luces y sus sombras, como todas, de la que también podría decirse aquello de que era el mejor de los tiempos y el peor de los tiempos a la vez, pero que dejó tras de sí una estela artista apabullante que todavía más de un siglo después despierta una genuina admiración.
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