Durante los juicios de Núremberg contra criminales nazis en 1946, un buen número de periodistas y escritores que cubrían el proceso judicial se alojaron en el castillo Faber, expropiado a los dueños de la famosa marca de artículos de papelería Faber-Castell. Allí se dieron cita, entre otros muchos, Erich Kästner, Erika Mann, John Dos Passos, Martha Gellhorn, Augusto Roa Bastos, Victoria Ocampo, Xiao Qian o el futuro canciller alemán Willy Brandt. Ese peculiar centro de prensa es al que alude el muy novelesco título de El castillo de los escritores, el apasionante libro de Uwe Neumahr, editado por Taurus con traducción de Miguel Alberti, que tiene por subtítulo Cuando la literatura universal se encontró con la Historia (Núremberg, 1946).
Todo en esta historia es interesante. Por el juicio en sí, el primero de estas características en la historia de la humanidad. Por el hecho de que convivieran en ese castillo escritores de todo el mundo. Por los debates sobre la responsabilidad de la ciudadanía alemana en los crímenes nazis. Por la reconstrucción de la democracia y el periodismo en aquel país, que pasaba por la creación de nuevos medios promovidos por los vencedores de la II Guerra Mundial. Por la competencia entre los reporteros de todo el mundo que cubrían los juicios. Por las mil y una anécdotas de los escritores alojados en el castillo y, en fin, por las fascinantes historias de estos autores y autoras que cubrieron los juicios.
Los juicios se celebraron del 20 de noviembre de 1945 al 1 de octubre de 1946. Por primera vez, se celebraron en cuatro idiomas (inglés, ruso, alemán y francés) gracias a las traducciones simultáneas y a un dispositivo creado por IBM. En el libro hay multitud de historias atractivas. Por ejemplo, la de Ernst Michel, quien fue el único superviviente de Auschwitz que informó sobre el juicio de Núremberg. Firmaba los artículos así: “enviado especial Ernst Michel. Número de prisionero de Auschwitz 104995”. Tuvo una reunión con Hermann Göring en su celda, pero no soportó estar frente a él más de unos pocos segundos. Hubo también varios periodistas judíos, que criticaron que en el juicio no se pusiera lo suficiente el foco en el Holocausto. De los 139 testigos citados en el juicio, sólo tres eran judíos. Uno de ellos intentó testifical en yiddish y no se le permitió.
Por su parte, los artículos de los periodistas alemanes estaban sometidos al control y la censura. Estaban separados físicamente del resto de enviados especiales en el tribunal, y no podían acceder al palacio donde se hospedaban los otros reporteros. En ese castillo dormían en catres no especialmente cómodos. Los corresponsales más reconocidos se hospedaron en el Grand Hotel, en camas de hospital. Allí bailaban juristas, traductores, periodistas y jueces, porque en torno al proceso judicial se creó una especie de sociedad efímera.
Lo que se cuenta de la convivencia en el castillo es muy interesante. Hay reporteros que se quejan de las condiciones en las que están hospedados y de la mala calidad de la comida. Otros, por el contrario, la celebran. Por ejemplo, se cuenta que, de un día para otro, los corresponsales soviéticos fueron obligados a abandonar el castillo por parte de los comisarios políticos porque lo estaban pasando demasiado bien. En el castillo, por supuesto, también hubo salseo. Se cuenta la relación sentimental entre Rudolf Diels, primer jefe de la Gestapo, que era testigo en el juicio, y la condesa Katharina, la señora del castillo Faber-Castell, o el affaire de Rebecca West con el juez Francis Biddle.
El grueso del libro repasa las vivencias en el juicio de escritores y escritoras que lo cubrieron. Es interesante ver sus distintas formas de acercase al proceso. No faltan artículos críticos con los propios juicios en sí. De George Orwell, por ejemplo, se dice que empatizaba y hasta tenía simpatía con los alemanes y criticó en varios artículos la simpleza del antigermanismo británico. Participó en una campaña para mejorar el suministro de víveres. Compartía una mirada melancólica y crítica John Dos Passos, también empático con la sociedad alemana.
Es muy interesante la historia de Erich Kästner, que permaneció en Alemania durante la época nazi y trabajó bajo pseudónimo como escritor de entretenimiento y guionista. Fue elegido redactor jefe de cultura del periódico Neue Zeitung, lanzado por la potencia de ocupación estadounidense en Múnich para “convertir a los lectores alemanes en ciudadanos adultos y familiarizarlos con los valores y las normas de la democracia”. Él rechazaba el concepto de culpa colectiva y también la idea de reeducación de los alemanes impuesta desde fuera.
Tal vez la personalidad más fascinante de cuantas se glosan en el libro sea la de Erika Mann, que en 1933 había montado un cabaret político en Múnich, como “risueña declaración de guerra de Hitler”. Asistió a los juicios. igual que su compañera Betty Knox, quien había pasado de ser bailarina de cabaret a reportera de guerra. Mann se presenta como una mujer fascinante, libre y provocadora. Ella sí defendía la culpa colectiva y adoptó la nacionalidad británica por un matrimonio de conveniencia. Llegó incluso a renegar de la lengua alemana. Su hermano Golo Mann, sin embargo, desechaba la idea de una culpa colectiva de los alemanes, y pidió la liberación de uno de los condenados, por razones humanitarias, en 1966.
Otra mujer fascinante que cubrió los juicios es Janet Flanner, quien años antes se había ido a vivir a París con su amante Solita Solano huyendo de un matrimonio infeliz, y que escribió desde allí durante años sus cartas desde París para The New Yorker. Huyó de París en 1939. Volvió como corresponsal al París liberado, que ya no era esa ciudad que ella conoció. La gente estaba hambrienta y temerosa. En sus crónicas desde Nuremberg fue muy crítica con el fiscal estadounidense Jackson, en especial, en su interrogatorio a Hermann Göring, al que llegó mal preparado. Fue reemplazada por ello. Vivió casi todo el resto de su vida en París.
Como esta reseña no tendría fin si hablara de todas las historias de autores relevantes que pasaron por los juicios de Nuremberg, iré terminando con otras dos mujeres. Se cuenta la historia de Elsa Triolet, que fue la primera mujer que ganó el Goncourt, una comunista judía de origen ruso que colaboró con la resistencia a los nazis junto a su marido, el también escritor Louis Aragon. Se le acusó a ella, no sin cierto toque machista, de alejar a su marido del surrealismo y acercarlo al estilo del realismo social que propugnaba el comunismo. En sus crónicas desde los juicios criticó que los jueces fueran a bailar después de las sesiones. Eso sí, también se cuenta en el libro que la escritora manipuló burdamente su reportaje para desacreditar el juicio.
También estuvo en Núremberg Marta Gellhorn, escritora y reporta de guerra que dijo: “nunca encontré realmente mi propio lugar en el mundo excepto en el caos universal de la guerra”. Se casó con Hemingway, pero terminaron divorciados porque él quería que ella ejerciera el papel de esposa de un genio y odiaba su libertad e independencia. Ambos informaron desde España de la Guerra Civil. Ella fue la única periodista que el día D desembarcó en Normandía, al hacerse pasar por camillera en un buque hospital. Su vida es verdaderamente apasionante, como la de tantos otros referentes de la literatura universal que acudieron al encuentro con la historia en la ciudad alemana de Núremberg.
El castillo de los escritores recrea aquel encuentro con interés y buen ritmo narrativo, combinando reflexiones sobre cuestiones profundas como la responsabilidad colectiva alemana o conceptos como la justicia universal, por un lado, con aspectos más frívolos de la conciencia de tantos escritores y periodistas en el castillo, por el otro. Y, entre medias, minibiografías de muchas de esas plumas que plasmaron en sus textos unos juicios para la historia, lo que convierte el libro en un magnífico retrato de unos años cruciales para la historia de la Humanidad, que sin duda moldearon y marcaron nuestras sociedades y cuyos ecos llegan hasta nuestros días.
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