Como el aire que respiramos

 

Cuenta Antonio Monegal que, con frecuencia, la defensa del papel de la cultura suele hacerse desde el elitismo o desde la nostalgia. Se tiende a señalar a una parte específica de las creaciones culturales para decir que eso sí es valioso, a diferencia de lo popular o masivo, o se recuerda con añoranza un pasado glorioso que nunca fue tal para confrontarlo con un presente depauperado y gris. El autor evita acertadamente y de una forma muy razonada tanto el elitismo como la nostalgia en Como el aire que respiramos. El sentido de la cultura, editado por Acantilado.

El ensayo, lleno de ideas, inspirador, muy didáctico y grato para el lector, esquiva el elitismo, porque aborda la cultura desde un prisma amplio que no excluye la cultura de masas ni tampoco otras representaciones que a veces se dejan a un lado, como las tradiciones o el folclore, por ejemplo. Tampoco cae en nostalgia alguna, porque cita a autores de otras épocas, sí, pero su principal empeño es reflexionar sobre el papel de la cultura en nuestro día a día, hasta el punto de que no podemos ser fuera de la cultura. Es, en efecto, como el aire que respiramos. El tono, el estilo y la voluntad reflexiva y didáctica del ensayo son formidables. Es uno de los mejores libros que he leído sobre este asunto tan recurrente, el de qué es y para qué sirve la cultura, porque aporta puntos de vista novedosos, porque no cae en ningún momento en tópicos perezoso, y porque va más allá de mantras del tipo “leer te hace mejor persona”. 

Para el autor, la cultura es esencial, y así lo explica al comienzo del ensayo, pero no se centra en ningún momento en su visión subjetiva. Su objetivo es analizar la dimensión colectiva de la cultura, su relevancia social. Así que el autor, como quienes leemos su libro, suscribe esa reflexión de Todorov: “si hoy me pregunto por qué amo la literatura la respuesta que de forma espontánea me viene a la cabeza es: porque me ayuda a vivir”. Pero va más allá de sus gustos o sus experiencias personales. Lo que busca, y consigue, es reflejar por qué la cultura, desde una mirada amplia, es consustancial a la vida de cualquier sociedad, de todas las personas, sean más o menos conscientes de ello. 

El autor, de hecho, comienza el libro planteando si de verdad la cultura es tan relevante, si tiene en efecto capacidad de mejorar la sociedad. Reconoce que es una pregunta legítima dado que la gran cultura europea no sirvió para frenar el Holocausto. Recuerda que ser culto, y hasta filósofo, no fue incompatible con ser nazi. Steiner se preguntaba también si una cultura superior está inevitablemente entretejida con la injusticia social. 

Monegal afirma que se suele defender a la cultura por su contribución a la economía y por su papel como instrumento de cohesión social. Los dos argumentos son ciertos, explica, pero conviene trascenderlos. Porque la cultura genera empleos y tiene un peso no menor en el PIB, pero su importancia está por encima de razones meramente económicas. En este sentido, el autor defiende la tesis de George Yúdice, que propone un enfoque según el cual la cultura debe ser considerada como un recurso, igual que la naturaleza. Y un recurso es más que una mercancía, implica atender a sus necesidades y su sostenibilidad. Hablar de la cultura desde el prisma económico la pone a la defensiva.

El problema, reconoce el autor, es que vivimos en un mundo en el que todo se cuantifica y todo tiene que traducirse en beneficios económicos. A veces no es sencillo defender la utilidad de lo inútil en línea con Ordine. El autor recoge una interesante cita de Estelle Morris, que fue ministra de las Artes británica, que dijo: “sé que las artes y la cultura contribuyen a la salud, a la educación, a la reducción del crimen, a fortalecer las comunidades, al bienestar de la nación, pero no sé cómo evaluarlo o describirlo”. 

El autor sostiene que no se puede defender que aquello que no nos interesa o desaprobamos no es cultura. Por eso reflexiona sobre el concepto de capital cultural, y cómo unos bienes o aficiones culturales dan prestigio y otras, no. Monegal defiende que la cultura popular también forma parte de la cultura, que no deben establecerse fronteras tan rígidas entre lo popular y lo elevado, entre baja y alta cultura. Para reflexionar sobre estos concepto recurre a autores de distintas épocas. 

Pasolini defendía que la sociedad de consumo era el verdadero fascismo, porque a diferencia del fascismo original, sí logró calar en la vida y las costumbres de la gente. Sigue la línea de Adorno y Horkheimer que, tres décadas antes, habían señalado el peligro de la homogeneización de la producción cultural al servicio de los intereses culturales, controlando y adocenando así al público. Adorno se preocupaba más por la alta cultura, mientras que Pasolini temía que se perdieran las tradiciones culturales. Lo cierto, explica el autor, es que nunca existió una cultura pura desconectada de otras, siempre ha habido intercambios y e hibridación cultural. 

El ensayo también habla del componente cultural de la identidad. Como dice Thomas Luckmann, somos un relato que nos contamos a nosotros mismos, formado por lo que hemos vivido, nos han dicho o hemos leído. Igual sucede con la memoria colectiva. El autor presenta la memoria cultural como forma de consenso dominante. Las naciones son comunidades imaginadas. En esta línea, explica que Ernest Renan afirmó en una conferencia en 1882 que una nación “es un alma, un principio espiritual”, que se apoya en un rico legado de recuerdos compartidos (es decir, una cultura común) y en el deseo de vivir juntos. El autor sostiene que la nación es la encarnación moderna de la tribu. 

Monegal hace una argumentada y apasionada defensa del cosmopolitismo, entendido a manera de Appiah: es cosmopolita quien se preocupa por el bienestar de todos los seres humanos, tanto los que pertenecen a su comunidad como los extraños, desde el respeto a las diferencias, sin aspirar a un único gobierno globalEse autor defendía un cosmopolitismo enraizado y la figura del patriota cosmopolita. Pertenecer a un sitio y tener sentimientos de pertenencia no impide sentirse concernido por lo que le ocurre al resto de las personas.

En definitiva, el ensayo presenta la cultura como algo inseparable de nuestra propia existencia y también como una caja de herramientas, que no nos garantiza ser más empáticos o inteligentes, pero que al menos sí nos da más posibilidades. “Uno de los valores fundamentales de la cultura es que introduce complejidad en nuestra vida, nos dota de recursos para comprender mejor lo que ocurre a nuestro alrededor y nos hace más capaces de responder con instrumentos complejos a la complejidad de la existencia”, explica Monegal en una frase que resume bien la tesis de este apasionante y exquisito ensayo. 

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