Desde el principio de la humanidad ha habido guerras y también teatro. Siempre el ser humano ha batallado por este o aquel terruño, por un dios o por cualquier otra excusa. Y siempre, también, ha necesitado que le cuenten historias, dejar volar la imaginación, pensarse y verse reflejado en la voz de otros. Las guerras de nuestros antepasados, la excelente versión teatro de la novela homónima de Miguel Delibes que se podrá ver en el Teatro Bellas Artes de Madrid hasta el domingo 28, habla de la guerra, tristemente algo atávico, y lo hace poniendo en valor el poder único del teatro, felizmente atávico, con milenios de historia. La violencia frente a la ternura. Lo peor de lo que es capaz el ser humano frente a lo mejor.
Desde sus inicios, el teatro es el templo de la palabra y de la voz. La palabra escrita, su guión, el texto sobre el que se levanta la función, por un lado, y la voz de quienes se suben al escenario y ponen el cuerpo, los que dan vida a la historia, por el otro, son los pilares del teatro. Y ambos muestran una extraordinaria solidez y calidad en esta obra portentosa. Está basada en la novela de Miguel Delibes, publicada en el año 1975, pero que sigue sonando de enorme actualidad, porque la literatura de calidad es universal y atemporal, y también porque, en este caso, habla de cuestiones eternas que, en esencia, no han variado por más que haya pasado el tiempo. Qué importante, en todo caso, es un buen texto, y cómo suena cada frase aquí, qué delicia cada diálogo, cada palabra, cada intercambio entre los dos actores. Puro teatro de primer nivel.
Mucho mérito de que la obra alcance sus niveles de excelencia tienen también Eduardo Galán, responsable de la adaptación teatral; Jesús Cimarro, productor, y Claudio Tolcachir, que dirige la función. Y, por supuesto, sus dos intérpretes, Carmelo Gómez y Miguel Hermoso.
La interpretación de Carmelo Gómez es soberbia. La modulación de la voz, su tono, la forma de transmitir la complejidad de su personaje, la ternura, sus recuerdos, el trauma, la inocencia, la imaginación, el hablar de un hombre humilde de un entorno rural, sus contradicciones... Es descomunal lo que hace el actor, de esos trabajos que quedan grabados en la memoria del espectador. Es eso, exactamente eso, lo que significa llenar el escenario, cautivar al público. Un escándalo. Y a su lado, impecable también, Miguel Hermoso.
Gómez da vida a Pacífico, que se encuentra en un sanatorio, condenado por un asesinato y a punto de volver a ser juzgado por otro crimen que podría costarle la pena de muerte. Habla con un psiquiatra que intenta ayudarlo y le pregunta por su infancia, por su pasado, por lo que lo ha llevado hasta allí. Conocemos a alguien extraordinariamente sensible y muy marcado por su familia y un modelo de masculinidad muy asociado a la violencia, a la guerra, a la gallardía. Él no es así. Él tiene una sensibilidad especial, hasta el punto de que es incapaz de cortar los frutos de los árboles, porque siente que sufren. Su bisabuelo, su abuelo y su padre le hablan de la guerra, de todo lo que se presupone en un hombre, de todo lo que él no siente, lo que no le representa.
Pacífico, cuyo nombre, claro, no es casual, proviene de una familia rural, y ahí Gómez borda especialmente esa forma de hablar tan característica de los pueblos. Sus giros, sus expresiones coloquiales, tan contundentes, tan llenas de sabiduría popular, a veces, tan descarnadas y duras otras. Eso, unido a la sensibilidad que muestra, al dolor de lo que le marcó en la infancia, a su inocencia, aporta una gran complejidad al personaje. Es un hombre que tiene imaginación y sensibilidad infantiles, alguien especial, diferente, que se siente fuera de lugar en el mundo violento y agresivo de sus referentes masculinos, que siente que todo fue a peor desde que faltó su madre. Él se pregunta por qué siempre los hombres tienen que estar batallando unos contra otros y por qué nunca van juntos, para variar.
La obra es también un canto pacifista, una defensa de la esperanza, la imaginación y la belleza frente a la violencia, la guerra y la sinrazón. “En la guerra, cuando matas a alguien te dan medallas; en tiempos de paz, te meten una temporada a la sombra”, le oímos decir. En otro momento de la función el protagonista recuerda que su abuelo le decía que las guerras no terminarían nunca, que no necesitan razón alguna para existir, que las ha habido desde que el mundo es mundo, y que van asociadas además a la hombría. En este tiempo con guerras, como todos, resuena con especial fuerza esta obra. Han pasado 50 años desde que Delibes publicó la novela y el texto mantiene pleno vigor. Cambian los nombres de las batallas, las banderas, los pretextos, pero sigue el horror y la sinrazón. Afortunadamente, también sigue el teatro, explicándonos la vida, invitándonos a reflexionar, demostrándonos que el ser humano es capaz de lo peor, sí, pero también de lo mejor. Y Las guerras de nuestros antepasados es, sin duda, de lo mejor que se puede ver en un teatro.
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