Desconocidos

Desconocidos, la película de Andrew Haig, es bella y triste a la vez, como ese poema precioso y nostálgico al que siempre volvemos, como esa canción melancolía que siempre emociona, por más vez que la escuchemos y que, precisamente por eso, se nos queda grabada en la memoria y nunca la superamos del todo. Es una película poética, diferente y hermosa, que abraza el género fantástico, invita al espectador a entrar en su juego y aceptar sus normas, porque el cine, el arte en general, crea mundos e impone sus propias normas. Quien entra en ellas y las acepta, gana una experiencia deliciosa, ya digo, a la vez bella y triste, como tantas cosas que hacen que la vida valga la pena. 

Antes de seguir, una aclaración importante: conviene contar lo mínimo sobre esta película. Cuanto menos, mejor, porque lo ideal es descubrir la original propuesta del filme a medida que transcurre, sin ideas preconcebidas ni información previa. Es más, si estás leyendo esto y no has visto la película, aunque no desvelaré nada relevante de la trama, casi mejor que dejes de leer y vuelvas cuando saltas de cine tras verla. 

Es un filme que habla del poder transformador del amor, de la devastación que causa la soledad no deseada, del paso a la edad adulta, del impacto de la infancia en nuestra vida, lo difícil y necesario que resulta aceptarse a uno mismo, de los recuerdos y la imaginación como parte de la realidad no menos auténtica que lo que sucede de verdad… Es una película misteriosa y nada realista, pero a la vez estremecedora por la verdad que encierra, por la facilidad con la que cualquier espectador puede sentirse identificado con lo que sucede en la pantalla. Porque a veces necesitamos mentiras que cuentan la verdad, porque en ocasiones el cine nos retrata mucho mejor de lo que podemos hacerlo nosotoros mismos. 

Entre las muchas virtudes del filme, sin duda, está la soberbia interpretación de sus dos actores protagonistas, en estado de gracia. Sobrecoge la sutileza y los matices en cada gesto, en cada palabra, de Andrew Scott, cuyo personaje nos recuerda en cierta forma al que dio vida en la vitalista Pride, también con los derechos LGTBI como parte importante del relato. Y también está soberbio Paul Mescal, que además de un talento y un carisma arrolladores demuestra una vez más un gran olfato a la hora de elegir sus proyectos

Ambos dan vida a dos hombres gays (o queer, porque en la película se debate sobre el uso de ambos términos) que viven en un edificio casi inhabitado, a la espera de que lleguen nuevos vecinos. Los dos son hombres solitarios y con heridas de su pasado, ambos se encuentran y se curan, se escuchan, se apoyan, se comprenden. Y se aman, con escenas muy bien rodadas, todo piel, todo pasión. La química entre ambos es excepcional. Completan el elenco Claire Foy y Jamie Bell, quienes dan vida al padre de uno de los protagonistas. 

Quizá lo más valioso de la película, casi diría que lo más prodigioso, es la fidelidad a su tono, su muy arriesgada apuesta. Es una película que vive constantemente en el riego de pasarse de frenada, de ser percibida como demasiado oscura, o demasiado surrealista, o cursi, o excesiva, o confusa; el riesgo de romper su magia. Salva con maestría todos esos riegos. Desconocidos es, en fin, una película excepcional, muy bella y muy triste, lo que tantas veces no dejan de ser las dos caras de una misma moneda. Una película sobre el amor y la identidad, sobre la soledad y la posibilidad de sobrevivir y salir adelante. Una película que crea mundos y lenguajes, que impone sus normas. Una maravilla.  



 

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