La casa junto al mar

 

Hace tres años quedé prendado de Diario de una soledad, el sereno, bello, lírico y vitalista libro en el que la escritora May Sarton dio cuenta de un año de su vida marcado por la depresión y el deterioro de una relación sentimental, pero también por las lecturas, las charlas con amigas y las reflexiones sobre la vida. Ese mismo tono reflexivo, introspectivo y variable como el clima adoptó también la autora en La casa junto al mar, recuperado igualmente por la editorial Gallo Nero con traducción de Blanca Gago. El libro está escrito en los años 70, pero las reflexiones y vivencias de la autora conectan de un modo íntimo y muy directo con el lector del presente. Es lo que tiene la buena literatura, lo que consiguen autoras que, como Sarton, logran interpelar al lector con relatos e historias personales, pero con un poso universal y atemporal. 


¿Acaso la felicidad es más difícil de comunicar; o es que, cuando somos felices, hay pocos incentivos para desenmarañar las experiencias diarias que vamos viviendo?”, se pregunta la autora en una de las primeras entradas de su diario, que comienza a escribir cuando empieza a vivir en una casa de la costa de Maine. En este diario, igual que en el anterior, encontramos pasajes felices, en especial, relativos al cuidado del jardín, a su contemplación de la naturaleza, a la cultura que remueve y atrapa a la autora y también a sus amistades, con las que habla por carta y a quienes invita a comer a su hogar. 

Una vez más, la autora muestra una relación ambivalente con la soledad y con la vida social: le atrae hablar con otras personas y tiene un gran interés por lo que le rodea, pero necesita también sus momentos de creación y lectura, de cuidado sereno del jardín, de silencio y calma. "La soledad, como los grandes amores, se vuelve más profunda con el tiempo, y confío en que no me falle a medida que mi poder creativo vaya mermando, pues crecer en soledad es un modo de crecer hasta el final”, escribe. 

La autora busca refugios frente a un mundo hostil lleno de violencia, odio y guerras. "Resulta esencial poder vivir verdaderos momentos de felicidad, que el amanecer no deje de conmovernos, puesto que la civilización depende de esa dicha verdadera, que nada tiene que ver con el dinero ni la abundancia: la naturaleza, el arte, el amor humano”, escribe. Le sobresaltan los disparos de los cazadores, se rebela contra la idea de aceptar lo que está mal y es injusto. “La mayoría de la gente traga con lo inaceptable porque eso facilita mucho la vida”, leemos. 

Las relaciones humanas, en el sentido más amplio del término, familia, amistades amores, están en el centro de la obra. Quizá porque "toda relación humana que alcanza cierta profundidad encierra algún conflicto". Sarton vive sin pareja y parece decidida a seguir así, aunque también reconoce virtudes en las relaciones de pareja bien construidas. En una entrada de su diario cuenta que ha recibido una carta de Bill, un amigo pintor, del que cuenta: “Paul y él han logrado construir una relación tan fértil como fertilizante que, muchas veces, casi me da envidia… pero, entonces, pienso en mi soledad y vuelvo a darme cuenta de que estoy realmente casada con ella, y, sin ella, sería aún más nerviosos e insoportable de lo que soy”.

La autora escribe también sobre la vejez y el paso del tiempo. Empieza a perder a amistades y mueren las personas que la cuidaron y conoció de joven. "El patrón básico de la vida cambia cuando no queda nadie que nos recuerde en nuestra infancia”, leemos. Hay en el libro muy bellos pasajes sobre el pasado como este: "Y como estoy recordando tanto el pasado estos días, he llegado a entender que está en constante cambio, nunca se queda fijo, nunca se asienta en un lugar definitivo, como un libro en una estantería. A medida que crecemos y cambiamos, vamos comprendiendo las cosas y a las personas que nos han influido con una nueva mirada”.

Sobre la vejez, la autora le reconoce aspectos positivos, como la serenidad que aporta ("tal vez la razón más importante de mi felicidad sea que estoy aprendiendo a no tomarme las cosas tan a la tremenda"), pero también lo complicado que resulta. De todo cuanto experimentamos en la vida, envejecer es lo que requiere una mayor valentía”, escribe. Incluye en su diario días después una cita de Jung que sostiene que “desde la mitad de la vida hacia adelante, sólo permanece vital aquel que está preparado para morir con vida”.

La actualidad política asoma sólo muy puntualmente en las páginas de este diario. Por ejemplo, el 21 de noviembre de 1975 escribe: “la muerte de Franco el otro día me llevó a recordar el idealismo, todo aquel coraje que surgió hace ya treinta y seis años -cuánto tiempo- en los círculos activistas juveniles de todo el mundo para ayudar a la República española. Entonces, aún había esperanzas; hoy ya no. Entonces, antes de los campos de concentración nazis, aún podíamos creer en la bondad humana”. También hay un pasaje sobre Israel y Palestina que, digamos con gentileza, ha envejecido mal, y que ya entonces, años 70, obviaba los excesos de una parte del conflicto para censurar sólo los de la otra. En todo caso, La casa junto al mar demuestra cómo en la vida cualquier vivencia es susceptible de convertirse en buena literatura siempre que esté, claro, en las manos adecuadas. Y May Sarton convertía en literatura cada cosa que escribía, por ligera o insignificante que parezca a primera vista. 

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