España fea

 

A veces, cuando uno viaja por Europa no puede evitar sentir un cierto complejo de inferioridad difícil de definir pero muy intenso. Es verdad eso de que siempre parece más verde el jardín del vecino y no se trata de despreciar lo propio y ensalzar lo ajeno porque sí. Claro que en España se vive muy bien, por supuesto que tenemos muchos atractivos maravillosos, pero hay algo que uno envidia al viajar a otros países europeos. En parte, de ese algo habla el ensayo España fea, de Andrés Rubio, editado por Debate, que más allá de su título provocador tiene un subtítulo demoledor: el caos urbano, el mayor fracaso de la democracia.


La tesis del libro está bien clara desde el principio y se argumenta con multitud de ejemplos, un exhaustivo trabajo de documentación (la bibliografía ocupa más de 80 páginas) y muchos viajes por España. La tesis, digo, es clara: el cuidado del entorno urbano, el paisaje, el patrimonio y la costa es francamente mejorable en nuestro país. El ensayo relata una larga lista de despropósitos que, en muchas ocasiones, han causado daños irreversibles en ciudades y pueblos españoles bellísimos. 

El autor menciona un proverbio masái que se sigue poco por estos lares: "uno no hereda la tierra de sus antepasados, la toma prestada de sus descendientes". Como ocurre con los buenos proverbios, en una sola frase se contiene una idea mucho más profunda, la necesidad de preservar el territorio, de cuidar el lugar en el que vivimos, de procurar mantener la belleza. En el libro se reflexiona sobre cómo en demasiadas ocasiones en España no se ha tenido en cuenta esta necesidad. 

El autor se muestra muy crítico con el Estado de las Autonomías, que incluso agravó en opinión del autor la nefasta política arquitectónica y paisajística del franquismo. También se ponen ejemplos positivos de desarrollos urbanos, proyectos de protección medioambientales o de cuidado de pueblos singulares que sí hicieron lo correcto en nuestro país. 

Francia es el país más citado como caso a imitar. El contraste resulta doloroso. Por ejemplo, frente a la sobreexplotación del litoral español (por ejemplo, de los 27 kilómetros de litoral de Marbella, el 98% tiene urbanizados los 100 primeros metros), se recuerda que Francia creó en 1975 el Convervatorio del Litoral, un organismo público dedicado expresamente a cuidarlo. Esta institución ha recuperado para el Estado alrededor del 15% de la costa francesa, unos 1.600 kilómetros. Cuando se preguntó a Giscard d’Estaing qué iba a hacer el Estado con todos esos terrenos respondió: “naturalmente, nada”. En 1977, el país vecino aprobó la Ley de Arquitectura en la que la garantía de la calidad arquitectónica recae en el Estado francés como acto de cultura, y en 1993 llegó la ley sobre la protección y valorización de los paisajes.

Aunque el libro sobre todo se centra en España, mira al exterior en busca de casos de los que tomar nota y seguir el ejemplo. Profundiza en el proceso de reconstrucción de Alemania tras la II Guerra Mundial, que fue lo general modélico, con destacados casos de éxito como Múnich. También menciona a Viena, donde el ayuntamiento tiene más de 220.000 pisos de renta controlada, a los que se suman 137.000 pisos gestionados por asociaciones sin ánimo de lucro. Otros ejemplos son el hygge danés, país pionero en políticas medioambientales y de restricción del tráfico, o la existencia en holandés de un verbo que no se encuentra en otras lenguas,  polderen, que significa cooperar con la comunidad a pesar de las discrepancias y que tiene como origen los pólderes, el sistema de diques y molinos de viento para desecar y ganar terreno agrícola al mar del Norte. 

El autor cita a Kevin Lynch para decir que en Venecia todos los edificios se levantan “en el lugar correcto”, y para destacar que en la ciudad italiana sobresale “la armonía entre las obras de los seres humanos y la tierra que las sostiene”. También pone como ejemplos la catedral de Amiens o las ciudades universitarias de Cambridge y Oxford. Por el contrario, hay casos también negativos en el Reino Unido como la construcción desaforada en Londres. Es curiosa, por cierto, la mención a un documental de la BBC con el entonces príncipe Carlos de Inglaterra, centrado en el medio ambiente. Se menciona una escena en la que el hoy rey recorre el Támesis a su paso por Londres y, señalando el panorama urbano que rodea el río, se pregunta: “¿pueden ustedes imaginar a los franceses haciendo algo así con París, a orillas del Sena, junto a Notre Dame?”

¿Y en cuanto a España qué? Como crítica general, el autor cuestiona que no haya una política central sobre protección del ordenamiento urbano y el paisaje, lo que deja en manos de cada autonomía y de cada ayuntamiento las competencias en un tema tan relevante. Critica también la tendencia al relumbrón del ministerio de Fomento, así como los múltiples casos de corrupción urbanística en nuestro país. Como ejemplos positivos cita, entre otros, la Barcelona previa a los Juegos Olímpicos del 92, la reivindicable densidad de Benidorm, la preservación de pueblos como Pedraza o Albarracín o Vejer de la Frontera, el proyecto de recuperación del camino de caballos de Menorca... 

En el lado negativo, entre otros muchos, la construcción desaforada en Canarias o Galicia, el descuido generalizado en Madrid ("tantas veces denostada desde la periferia y tantas otras víctima principal de esa capitalidad de políticos sin la suficiente cultura y valores") o pueblos que perdieron su encanto por errores urbanísticos como Mojacar. En cuanto a la transformación de Bilbao, habla de luces y sombras porque tuvo aciertos, pero también una cierta decaracterización de la ciudad post-Guggenheim. “Éxito a costa de la identidad”, según Koldo Lus Arana.

España fea, en fin, es un ensayo muy interesante, más allá de que seguro que habrá quien se pique con esta o aquella mención, o incluso que se sienta provocado por su título. Deja claro que ha faltado y falta una política nacional, una visión de Estado que sí tienen otros países como Francia o Alemania. Aquí lo que sí ha habido son casos puntuales de personas concretas con buenas ideas como César Manrique, que hizo de la defensa de Lanzarote una causa vital; el arquitecto Oriol Bohigas, pieza clave en la Barcelona de los Juegos Olímpicos; Xerardo Estévez, “arquitecto-alcalde” de Santiago de Compostela, que estudió arquitectura en Barcelona y fue alumno de Bohigas; Martín Almagro Basch, decisivo en el franquismo para preservar el encanto de Albarracín, o Paco Muñoz, artífice en gran medida del nivel de preservación de Pedraza. Es decir, Quijotes haciendo un poco la guerra por su cuenta, luchando contra molinos, pero no grandes políticas de Estado. Muy propio, por lo demás, de esta España nuestra. 

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