Las horas han perdido su reloj forma parte de esa categoría de ensayos que me fascinan en los que se aborda un tema desde múltiples puntos de vista, que son un tanto caóticos y obsesivos, que a ratos divagan y dan vueltas sobre sí mismos, pero que nunca dejan de sorprenderme e interesarme. El libro de Grafton Tanner, que tiene como subtítulo Las políticas de la nostalgia, está editado en España por Alpha Decay con traducción de Albert Fuentes. Está dividido en tres partes: el pasado en medio presente, el presente en el pasado y el pasado en el futuro.
La tesis de partida del ensayo es clara: vivimos en la era de la nostalgia, desde la industria cinematográfica a la política pasando por los medios de comunicación o la publicidad, y eso no es necesariamente bueno ni malo. La nostalgia, claro, puede llevar a políticos retrógrados a alentar discursos racistas y relatos fantasiosos de añoranzas de pasados gloriosos, pero también puede provocar una movilización social ante injusticias al rememorar avances del pasado. Esta emoción puede ser una simple herramienta de marketing para vender más este o aquel producto, pero también puede ayudar a la concienciación sobre la necesidad imperiosa de luchar contra el cambio climático, dado todo lo que estamos perdiendo en la naturaleza por su culpa. Cuando perdemos a un ser querido, la nostalgia nos puede conducir a una depresión, pero también el recuerdo de los buenos momentos disfrutados junto a esa persona nos ayuda a sobrellevar su ausencia.
Partiendo de esta premisa y del poder innegable de la nostalgia, que resume bien la cita de Nabokov que abre el libro (“en nuestro propio pasado siempre nos encontramos como en casa”), el autor aborda este sentimiento con originalidad, espíritu crítico y lucidez. Considera, y no le falta razón, que la nostalgia está siendo utilizada por fuerzas retrógradas que se inventan pasados gloriosos que nunca lo fueron tanto en realidad como respuesta frente a un presente de miedos y amenazas. Por eso, invita a estudiar bien este fenómeno y a intentar poner en valor también los buenos usos que se le pueden dar a la nostalgia.
Lo que sigue es un festín. Al comienzo, el autor explica que el término nostalgia fue acuñado por el estudiante de medicina suizo Johannes Hofer a finales del siglo XVII. Lo consideraba una enfermedad. Era lo que sentían muchos mercenarios suizos destinados a los Alpes. El término nace de unir las palabras griegas nostos y algia, es decir, “regreso a casa” y “dolor”. Ya sin nombre, ese sentimiento era el hilo conductor de la Odisea de Homero.
La obra comparte ideas de pensadores como el antropólogo Marc Augé y su teoría de la aceleración de la historia, entendida como la necesidad cotidiana de darle sentido a cada acontecimiento en el instante mismo en el que ocurre. O la obra El futuro de la nostalgia, de la artista y ensayista Svetlana Boym, que distingue entre nostalgia restauradora y nostalgia reflexiva. Esta segunda va de la mano de la ironía, que “mantiene a raya la sensiblería típica de la nostalgia”. Eso sí, la nostalgia irónica no siempre es menos peligrosa que la restauradora. Por ejemplo, puede conducir a posiciones exasperantemente apolíticas. El autor cree que es demasiado simplista, esta emoción no es así de sencilla, no se puede reducir a esta dualidad.
También es llamativa la concepción del tiempo como un pañuelo, que "está arrugado, con muchos pliegues", y que el autor toma de Michel Serres, para desmontar esa idea de que el pasado es algo que está ahí, atrás en el tiempo, sin influencia en nuestro presente. La obra explica bien cómo episodios de nostalgia, como el que sucedió a los atentados del 11-S en Estados Unidos, pueden producir movimientos como el nacimiento del Centro de Seguridad Nacional, espionaje masivo a la sociedad, subcontratas poco transparentes con empresas de seguridad o la instalación de un clima de sospecha general ante el discrepante de la opinión general. También enmarca en la nostalgia, en este caso, por una grandeza británica perdida, el Brexit, así como el auge de fuerzas de extrema derecha en las sociedades occidentales.
Algunas de las miradas al pasado del libro son muy impactantes. Por ejemplo, el pasaje dedicado a la esclavitud en Estados Unidos. Entonces los blancos creían que los negros no tenían capacidad de sentir nostalgia. Se inventaron enfermedades propias de esclavos como la drapetomanía, “la locura de huir de la plantación, una enfermedad estrictamente negra”. Tras la Guerra de Secesión, la nostalgia por la plantación, por ejemplo, provoco la celebración de espectáculos minstrel donde actores blancos con los rostros pintados de negro cantaban canciones que retrataban los tiempos de la esclavitud en las plantaciones de algodón como un bucólico paraíso. Fue entonces, tras la Guerra, cuando se erigieron esculturas en en honor a antiguos esclavistas, precisamente por esa nostalgia de la supuesta esencia sureña perdida. El autor da el dato de que aún hay más de 1.700 símbolos confederados públicos en EEUU. La inmensa mayoría de ellos se construyeron terminada la guerra, muchos de ellos, coincidiendo con el movimiento por los derechos civiles en la década de 1950, como reacción contra esos avances sociales. Es decir, no son herencia directa de aquel tiempo, sino de los homenajes que los nostálgicos de la época de la esclavitud rindieron a aquella época.
El ensayo, ya digo, inabarcable, habla también, entre otros aspectos, de cómo la nostalgia puede ayudar a combatir la gentrificación de los barrios en las grandes ciudades, del auge de la industria de la nostalgia en la cultura a partir de los años 50 o de cómo la incorporación de la inclusividad en franquicias cinematográficas es vista por michos espectadores como un insulto, precisamente, a su nostalgia, a ese pasado que recuerdan, sin un ápice de minorías étnicas o sexuales.
La parte dedicada al futuro es, paradójicamente, la que más me ha interesado de este libro sobre la nostalgia por el pasado. El autor indica que las redes sociales son la mayor fábrica digital de nostalgia y plantea una atractiva reflexión sobre los algoritmos de plataformas como Netflix o Spotify. “Los humanos no pueden reducirse a datos”, afirma. Los algoritmos sólo pueden repetir la información del pasado, por lo que nunca te recomendará algo que puedas descubrir, sino algo que se parece a lo que ya sabe que te gusta. Esto te lleva a vivir en burbujas y, curiosamente, presentado como un arma del futuro, no hace más que proponerte contenidos en base a experiencias y gustos pasados, películas o canciones idénticas unas a otras porque eso es lo que te gusta. Por no hablar, claro, de algunos algoritmos que ya se usan para impartir justicia y gestionar perfiles de delincuentes en Estados Unidos, que ya han demostrado tener sesgos que otorgan más riesgo a las personas negras. El autor alerta con razón sobre este determinismo algorítmico.
Otro aspecto interesante abordado en el libro es el que tiene que ver con el cambio climático, la añoranza por los paisajes perdidos o por las frescas noches de verano, en momentos de noches tropicales. El filósofo Glenn Albrecht lo llama solastalgia, “el dolor o la angustia causada por la pérdida continuada de consuelo, y la sensación de desolación relativa al estado actual del entorno y el territorio”. El autor sostiene que la nostalgia climática es sin duda mucho mejor que el negacionismo o el creciente nihilismo, esa actitud del que cree que como ya todo está perdido no vale la pena intentar frenar el cambio climático. Hay estudios que dicen que las personas conservadoras tienden a responder mejor a la información sobre el calentamiento climático si se les formula en términos nostálgicos. Es decir, les preocupa más perder un paisaje que ser alertados por amenazas futuras.
Las horas han perdido su reloj, en fin, no es un libro contra la nostalgia, sino a favor del uso constructivo de este poderoso sentimiento al que se puso nombre como una enfermedad y que sin duda es uno de los que más determinan la sociedad actual.
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