Un paseo por Viena

Lo que más recordaba de mi anterior visita a Viena no era ningún monumento, paisaje o museo, aunque por supuesto me enamoraron muchos lugares de la capital austriaca. Lo que más recordaba era el silencio, el ritmo pausado, la calma de la ciudad, hasta el punto de que está prohibido hacer sonar los cláxones de los coches. Hasta existe una palabra en alemán para describirlo, Gemütlichkeit, que se traduce como tranquilidad o comodidad. Hace unos días volví a Viena y volvió a impactarme su serenidad y calma. De hecho, me sentí hasta un poco culpable por el ruido de mi maleta con ruedas caminando por la calle hacia el hotel rodeado de un silencio casi absoluto.

Es cierto que ese ritmo más pausado, con un tono de voz bajo, sin gritos ni contaminación acústica, se ve perturbando en según qué partes de la ciudad y a según qué horas por los grupos de turistas. Con todo, sigue siendo posible encontrarlo muy a menudo. Supongo que todo esto choca más viniendo de España, claro, y quizá a personas de otros países europeos no les llame tanto la atención.

En el avión desde Madrid vine leyendo un ensayo llamado Caminantes, que reseñaré en el blog en unos días. En él, el autor reflexiona sobre cómo el caminar a pie ha ido desapareciendo poco a poco de las ciudades y reivindica la histórica relación entre la literatura y los paseos. Así que, animado por el libro, porque es la vida la que imita a la literatura y no al revés, en mi día libre en Viena decidí salir a la calle sin rumbo, sin plan alguno, sin intentar volver a sitios que recordaba de mi viaje anterior o descubrir otros nuevos, sin seguir guías ni recomendaciones, sin el mejor objetivo de poner tics en la lista de sitios que hay que visitar o fotografiar para Instagram. Y eso hice, disfrutar de un día sin haber planeado nada antes más que llegar a tiempo por la tarde para coger el tren de vuelta al aeropuerto. Salí decidido a deambular, a ser un despreocupado flâneur por las calles vienesas. Y fue una auténtica gozada.

Bueno, por ser totalmente sincero, sí hay un punto de ese caminar por la ciudad que tenía pensado de antemano. Quería visitar la Biblioteca Nacional de Austria. Había visto su horario, abría a las 10, y decidí presentarme allí justo a esa hora para evitar aglomeraciones. Valió la pena. Semejante concentración de libros ya impresionaría por sí sola, pero la sala que les da cobijo es deslumbrante. Ordenada construir por el emperador Carlos VI, su sala imperial es fascinante. 

Desde los frescos de Daniel Gran hasta los altísimos estantes de madera, donde se conservan los ejemplares, pasando por algunas de las antiquísimas obras que se exponen en vitrinas, las esculturas (aunque la iluminación con luz verde de una de ellas es bastante discutible) o los globos terráqueos del siglo XVII, todo resulta cautivador. Es como una capilla sixtina de los libros, creada expresamente para servir como biblioteca imperial. Fue construida con los planos de Johann Fischer Von Erlach y terminada con la supervisión de su hijo Joseph Manuel Fischer von Erlach. Sin duda, es de las bibliotecas más bellas del mundo.

Tras visitar la biblioteca, todavía un poco en shock, paseo por la ciudad, por el entorno del Palacio de Invierno y hacia la Plaza de la Emperatriz María Cristina. Allí me encuentro por primera vez en el día a una banda interpretando música tradicional. Me gusta pensar que es así todos los sábados, pero después descubro a algún ciudadano local con programas en la mano, así que supongo que será alguna clase de fiesta. El caso es que durante todo el día está escena se repetirá en distintas partes de la ciudad. Viena y la música, una historia de amor eterno. En el hotel, en el clásico zapping entre canales internacionales y locales, sintonicé la noche anterior al menos cinco canales con conciertos de música clásica. Por la calle hay constantes referencias a la música, como el imponente edificio de la Ópera, claro, los conciertos casi en cada iglesia de la ciudad, las referencias constantes a Mozart o las placas indicativas de los lugares donde vivieron muchos genios de la música con una relación estrecha con Viena.

Pero volvamos a mi paseo sin rumbo fijo. Me topo con el Parlamento, que tiene estilo clásico y forma parte de la Ringstrasse, ese anillo repleto de palacios y edificios majestuosos. Justo enfrente se encuentra el  Volksgarten, un parque precioso con rosales y fuentes donde, por supuesto, también hay bandas de música. Cuando entro, una mujer toca el arpa. La armonía es perfecta. Compruebo con asombro que en cada rosal aparece un nombre, una historia. Hay rosales dedicados a la memoria de personas anónimas muertas, otros que se acuerden de una amistad, un amor, un familiar. Hay mensajes bellísimos en todos los idiomas. “La felicidad es un viaje, no un destino”, “estás en cualquier lugar menos aquí y eso duele” o más de un simple y directo “te quiero”. También los bancos tienen nombres e historias. Me siento en uno en el que se leen dos nombres propios y este mensaje: “tempus fugit, amor manet”, es decir, el tiempo pasa pero el amor permanece. Tras disfrutar un buen rato en el parque, donde también se puede visitar un coqueto templo de Teseo construido entre 1819 y 1823 y que hoy acoge pequeñas exposiciones, sigo mi paseo. 

Sigo mi camino improvisado por la Rathausplatz, la plaza del Ayuntamiento, que más parece una iglesia con su imponente fachada y que, por cierto, está decorado con los colores de la bandera arcoíris por el mes del Orgullo LGTBI, igual que la inmensa mayoría de los edificios oficiales, museos y teatros de la ciudad. También pasos de cebra y tranvías muestran con los colores arcoíris su apoyo a esta causa justa que defiende la diversidad frente al deprimente blanco y negro de los cuatro infelices retrógrados de siempre.

Avanzo hacia el edificio de la Universidad y, un poco más adelante, dan las doce en punto las campanas de la Iglesia Votiva, una iglesia consagrada en 1879 y construida para celebrar que el emperador salió indemne de un intento de magnicidio. En Viena el mediodía es casi, o sin casi, la hora de la comida, pero se puede encontrar sin problema un lugar para comer a una hora un poco menos europea, así que sigo mi paseo. Vuelvo a pasar por la columna erigida en honor de las víctimas de la peste, que no deja de impresionarme. Frente a ella, seguro que lo adivinas, me encuentro con otras bandas que interpretan música. Un poco más adelante se encuentra la catedral  de San Esteban, de cuyo exterior sin duda lo que más llama la atención es su imponente tejado de los azulejos. En el interior, una ecléctica mezcla de estilos habitual en otros  templos religiosos que se fueron construyendo a lo largo de los siglos. En este caso, sobre la base de una iglesia románica de la que se conservan sólo algunas partes como las torres de los paganos. En esta catedral, por cierto, se casó Mozart, donde también se celebró su funeral.

En un paseo por las calles céntricas de Viena uno de encuentra con todas las tiendas de ropa y de lujo que se pueda imaginar, lo que habla bien del nivel de vida del país y también del turismo que recibe. Eso sí, Viena debe de ser una de las ciudades del mundo con más tiendas de antigüedades por metro cuadrado. No llega quizá al número de tiendas de moda de marcas caras, pero ahí le anda. Tras comer, digamos que bien pero sin grandes alardes, sigo caminando. La comida no es el plato fuerte de la ciudad, aunque no se puede tener todo y, desde luego, sí destacan su repostería y sus cafés, ese invento vienés tan europeo, esos templos donde ver pasar la vida con calma, sentarse a charlar, a pensar, a descansar, a lo que cada uno quiera. La tarde anterior sí me di el capricho de visitar el Café Sacher donde se sirve la original receta de la famosa tarta de origen vienés. Barata no es, pero vale la pena.

Vuelvo a mi paseo sin rumbo, al que le quedan dos o tres horas antes de tener que recoger las maletas y dirigirme al aeropuerto. Paso por delante de la muy modesta y nada ostentosa iglesia de los Capuchinos, donde a primera vista nadie podría imaginar que se encuentra la Cripta imperial donde se enterraron desde 1633 a los emperadores del Sacro Imperio Romano Germánico de la Casa Habsburgo. Llama la atención la sobriedad y también las constantes alusiones a la muerte, con calaveras y huesos en los sarcófagos, como queriendo recordar que la muerte nos iguala a todos. Impresiona. Por cierto, frente al sarcófago de Sissi Emperatriz hay multitud de flores, dibujos y toda clase de objetos dejados allí por los visitantes. .

El cielo amenaza lluvia y me había tentado mucho el museo Albertina, así que allá que me fui. Es una pinacoteca extraordinaria en la que lo primero que llama la atención es el contrastee estilístico entre el edificio clásico, un palacio imperial, y las obras que alberga. El museo debe su nombre al emperador Alberto de Sajonia-Teschen y fue remodelado hace algo más de una década. Desde 2007, alberga 500 obras en préstamo de la colección Batliner, que ocupa buena parte del museo y que impone por su presecia de grandes artistas de los siglos XIX y XX: Picasso, Monet, Degas, Chagall, Cézanne, Matisse, Kandisky, Magritte, Miró, Giacometti o Bacon, entre otros. 

Sobresale el espacio dedicado a Picasso, que centra buena parte de la primera planta del museo y que es, con diferencia, la zona más concurrida y llena de visitantes. Además de cuadros que están entre los mejores del autor malagueño, como Borracho durmiendo o Mujer con sombre verde, también se reúnen dibujos y cerámicas. En total, cuarenta obras de Picasso que muestran su versatilidad, genialidad y diversidad temática y estilística. Y así termino mi paseo por Viena, esa ciudad en el corazón de Europa que te hace vibrar con el lenguaje universal de la música, disfrutar con su belleza y maravillarte por su serenidad. 

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