La mala costumbre

 

El desprecio y la falta de empatía con la que demasiada gente habla de las personas trans demuestran cuánto queda por avanzar en materia de igualdad. Lo vivido al calor de la aprobación de la ley trans estos últimos meses ha estado lejos, lejísimos, de ser un debate sosegado sobre una nueva norma, sobre este o aquel aspecto de la ley. Nada que ver. No partíamos de un punto en en que todo el mundo entendía que los derechos de las personas trans son Derechos Humanos y, entonces, se debería sobre cuál es la mejor forma de garantizarlos y protegerlos. Para nada hemos visto eso. Mucha gente, demasiada, habla de las personas trans como si fueran un invento, como si no existieran. Sucede que existen y deben tener los mismos derechos que el resto de ciudadanos, sólo que para quienes hablan desde el desprecio es mucho más cómodo mirar hacia otro lado y no escuchar a las personas trans.

Estaría genial que todos los que hablan sin tener demasiada idea y con todo el menosprecio del que han sido capaces de las personas trans leyeran La mala costumbre, la excelente novela de Alana S. Portero editada por Seix Barral. Es un libro excepcional que, desde luego, trasciende el tema abordado, porque tiene un buen puñado de virtudes estrictamente literarias que la convierten en una novela fabulosa. Pero es que, además, es un libro sensacional para conocer una historia real de una mujer trans, la de la propia autora, que rememora en esta obra su infancia y su adolescencia como una chica trans que sabía que era niña y no niño, pero que veía del todo imposible ser ella misma.

El libro está escrito con una frescura y una ternura fuera de lo común. Es una novela entrañable, muy dura en algunos pasajes, durísima, pero que no pierde nunca un tono tierno que es el gran puntual de la obra. La autora rememora personas y episodios de su juventud en un barrio obrero de Madrid. Desde pequeña se supo diferente, pero carecía por completo de referentes.

Es bellísima la sutileza con la que la narradora cuenta, por ejemplo, los comentarios en apariencia inocentes que dejaba caer la madre de la protagonista, como que le encantaba tener dos hijos, porque los hombres son más nobles. O la imposición de una determinada forma de entender la masculinidad que ella, temerosa de ser descubierta en su diferencia, intenta emular, por ejemplo, aficionándose al fútbol o modulando la voz.

El libro habla de lo dura que la intolerancia ajena y la cisheteronormatividad pueden hacerle la vida a una joven trans, a todo aquel que se sepa diferente. La narradora admira la capacidad de trabajo y la entrega de su familia y su entorno, esa solidaridad de los barrios humildes cuando ella era una niña, pero no esquiva una verdad incómoda: ese mismo ambiente reivindicativo, sindical y generoso era también alérgico a la diversidad. La narradora entiende pronto que dentro de ese discurso de universalidad y defensa del otro no entraban las personas LGTBI. Las relaciones con su familia, las personas con las que poco a poco empieza a sentir la confianza de ser ella misma, el miedo constante a ser señalada, el temor a defraudar expectativas, la presión grupal… Todos son temas muy bien abordados en este libro fascinante que no habla de lo trans ni de temas genéricos, no, habla de lo que hay detrás de este debate, de lo que importa de verdad, de las vidas trans y, en general, no normativas, que existieron, existen y existirán. Porque, al final, va de eso, de existir, de poder ser y sentir sin recibir miradas reprobatorias, comentarios despectivos o gracietas de gente que frivoliza sobre las vidas trans.

También se trata de un libro sobre Madrid. La autora plasma aquí su relación contradictoria con la ciudad, a la que ama incluso aunque tenga cosas que odie, a pesar de no siempre se haga querer. La mala costumbre tiene algunas de las mejores páginas que he leído sobre Madrid. Por ejemplo, este pasaje: “era la ciudad en la que la fealdad encontraba su forma de seducir. Calles estrechas sin aparente tregua contenían pequeños tesoros de otros tiempos que sobrevivían nadie sabía cómo, tiendas de botones, droguerías que guardaban sus productos aún en cajoncitos de madera, placas conmemorativas en honor de personajes ya olvidados, pequeñas iglesias lóbregas con tallas religiosas que atraían devociones inesperadas, cines en los que se proyectaba porno junto a chocolaterías frecuentadas por viudas alegres, Madrid era extraña y necesitaba recorrerse con minuciosidad para desentrañar sus secretos”. O este otro “solía volver caminando a casa porque amaba Madrid, me reconocía en lo difícil que era percibir su verdad, en su encanto esquivo y en lo conmovedores que podían ser sus recovecos. Una muere madrileña del mismo modo que muere trans. Por mucho que se empeñe en negarlo
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El libro cuenta la historia con tanta honestidad y verdad que no cae en ningún momento en lo panfletario. Es una obra escrita desde los márgenes, esos márgenes en los que la narradora se salva y se redime, donde encuentra a las únicas personas que la quieren y la entienden tal y como es. Es una obra directa y que no busca ser amable, pero sí muy tierna y entrañable. El tono, eso que es tan importante en una novela, el arco de bóveda de cualquier relato, es el gran atractivo de esta obra que, ya digo, estaría genial que leyeran los retrógrados para que entendieran que más allá de sus deberes de salón y sus discursos del odio hay personas, seres humanos con sentimientos que no están abocados al sufrimiento y al dolor por ser como son, sino que sufren por culpa de la intolerancia y el odio de otros. 

La literatura no es ajena a la realidad, así que es siempre cándido y engañoso eso de recelar de la toma de postura política o social de una novela. Claro que las novelas hablan de su tiempo, por supuesto que transmiten una forma de entender el mundo. Eso no quiere decir, obviamente, que una novela con un protagonista machista sea per se mala ni que una novela con una mujer trans como protagonista sea automáticamente buena. Hay muchas novelas espléndidas con personajes y sucesos miserables, y también muchas novelas pésimas llenas de buenas intenciones, pero produce una satisfacción especial encontrar novelas como La mala costumbre, que aglutinan el compromiso y el enorme talento literario. Ese talento, por cierto, que hay a quien le cuesta reconocer a las novelas cuando tratan sobre según qué temas o están escritas desde según qué lugar. Porque la literatura también necesita obras como esta. No será fácil que este año lea un libro mejor que éste.

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