Escritores españoles en París

 

Aunque la fascinación despertada por París entre escritores y artistas de todo el mundo es bien conocida, impresiona la nómina de autores mencionados en Escritores españoles en París, el libro de José Esteban editado por Reino de Cordelia. La obra, que es maravillosa, reúne las vivencias en la capital francesa de multitud de autores españoles. Aunque también hay quienes criticaron a la ciudad, algunos con contundencia, la mayoría sintió un deslumbramiento que plasmó por escrito. El libro, fundamentalmente, es un canto de amor a París. 

La obra comienza con esta frase contundente de Manuel Machado: “cada hombre de espíritu libre tiene dos patrias: la suya y París”. El libro está plagado de citas sobre París. Luis Bello, que publicó en 1907 el libro El tributo a París, ya dijo entonces que "en este culto a París ha habido, ante todo, un poco de historia y un mucho de literatura”. Manuel Azaña escribió que "aunque se llegue a París por primera vez, no parece que se le descubre, sino que se le recobra". Max Aub, por su parte, afirmó que "donde quiera que se esté, uno se acuerda siempre de París", mientras que Julio Camba contó: "he conocido en París a muchos extranjeros que vivían muy mal y que experimentaban muchas contrariedades, pero que siempre estaban contentos porque vivían en París". 

Entre los autores mencionados en el libro de José Esteban, que añade pequeños detalles de la biografía de cada cual antes de compartir algún pasaje de sus obras referidos a la ciudad, hay quienes fueron a París exiliados por las turbulencias políticas en España, pero también muchos que viajaron allí por la fascinación despertada por la ciudad. Muchos de ellos terminaron trabajando para la editorial Garnier, que preparaba la edición de un Diccionario Enciclopédico para los países hispanoamericanos

Los autores están ordenados por fecha de nacimiento. El primero en aparecer es Ignacio de Luzán, quien trató a Voltaire.  Tiempo después, Mor de Fuentes escribió que “todo París viene a ser una librería perpetua”. Ramón de Mesonero Romanos, por su parte, elogió la gastronomía y la vida cultural: “se ha dicho, no sin fundamento, que al establecer una nueva colonia, lo primero que hacían los españoles era fundan un convento, los ingleses una factoría y los franceses un teatro”.

Varios autores, como Modesto Lafuente, también destacan la presencia femenina en el mercado laboral, algo que en su tiempo era muy poco frecuente en España. Otro ilustre escritor español en París fue Larra, hijo de padre afrancesado, a quien acompañó al exilio con cuatro años. En esa expedición viajó también el padre de Victor Hugo, que era militar. Luego volvió y llegó a escribir un libro en francés sobre España.

No todo son elogios. Roque Barcia, político y escritor acusado de complicidad en el asesinato de Prim, de lo que fue declarado inocente, y que se exilió después en Francia, escribió un libro entero para dejar clara su animadversión por el país en general y por París en particular. Es verdad que lo que parece querer ser una crítica suena más bien a todo lo contrario cuando, escandalizado, escribe que París es una pueblo inmoral y que “ha logrado el prodigio asombrado de haber de la inmoralidad una cultura célebre”. Lo escribe como si fuera algo malo.

Castelar, muy francófilo, escribió que “las ideas no son universales en el mundo moderno sino cuando Francia las acepta”. Las Exposiciones Universales organizadas por París también atrajeron a varios autores. Galdós acudió a la de 1867 y desde entonces volvió a menudo, incluido su viaje en 1902 para entrevistar a la destronada Isabel II. Emilia Pardo Bazán visitó la Exposición Universal de 1889 y escribió Al pie de la torre, publicado en 1899, donde dijo que París tenía "una mágica aureola que atrae al viajero como canto misterioso de sirenas". 

Unamuno, Blasco Ibáñez, Azorín, Pío Baroja... La lista de grandes autores es interminable. Pío Baroja, por cierto, que llegó a conocer muy bien la ciudad, escribió que "el número de tontos en París es infinito, como en todas partes". Hay historias preciosas y muy curiosas, como la de Luis de Tapia, coplero, que vivió un mes en París durante la I Guerra Mundial y que dejó por escrito cómo sonó una alerta cuando estaba en el teatro Olimpia. La orquesta tocó la Marsellesa y la gente salió del teatro el orden entonando el himno nacional.

A Manuel Machado le apasionó la ciudad y los dos años que vivió en ella lo transformaron. Cuando, al escuchar que era poeta, Moréas le pregunta dónde estaban sus poemas él “respondía muy tranquilo que ya los escribiría más tarde”. Manuel Azaña vivió casi un año de joven en la ciudad. Fue con una beca de la Junta para Ampliación de Estudios. Se cuenta que un día le afearon a Francisco Giner que los becarios sólo se paseaban por los quais y compraban libros a los buquinistas, a lo que él respondió: “¿le parece a usted poco?”. 

Es maravillosa la crónica de Eugenio d’Ors sobre el centenario de Eiffel, el arquitecto opacado por su obra, en 1932. “La torre Eiffel no es fea ni bella. Ha llegado a parecer ya tan natural, tan inevitable, tan esencial a la perspectiva -y hasta al concepto- de París, que se beneficia de este privilegio de estar situada más allá del bien o del mal estéticos. No juzgamos hoy el hecho de que París tenga torre, como no juzgamos el hecho de que el rostro humano tenga nariz”. Ramón Gómez de la Serna, por su parte, también se sintió muy atraído por París, adonde viaja con frecuencia. Triunfó y  un día leyó una conferencia subido a un elefante en el Circo de Invierno. Dice el autor del libro que “en París fue alternativamente feliz y desgraciado, como le pasó en casi todas las ciudades del mundo”. También escribió allí alguna de sus famosas greguerías, como esta: "cuando se le pone cara de frío a París parece que va a nevar hasta en el fondo del Metro”.

De Bergamín escribe el autor que “como su maestro Unamuno no puede vivir entre españoles, pero no puede vivir sin España”. Otro nombre destacado es el de Luis Buñuel, que vivió en la capital francesa entre 1925 y 1929. Le choca que las parejas se besaran en la calle. Trató a Picasso y reconoció que no le gustó nada el Guernica. Leemos un hilarante relato de sus fiestas, a las que acudía con un disfraz de monja, en las que había gente desnuda. En París fue a clases de baile y se enamoró del jazz, aunque allí también descubrió el antisemitismo. 

Lorenzo Varela escribió de la ciudad que “jamás tuvo vasallos que no lo fueran por propia elección, nunca las armas fundaron su grandeza ni fueron sostén de su poderío. No es más fuerte que una canción, ni más docto que una sonrisa, esa sonrisa, esa canción que deja en los labios de los que pasan por sus calles, asombrados de que éstas sean cómo las habían previsto, como sabían ya, y sin embargo más densas, enteras, verdaderas”. También que “es una ciudad construida con los materiales de la literatura, del arte bueno y malo. Una gran ciudad levantada con todas las pasiones y con todas las ambiciones, con todo el material de las novelas y las síntesis precisas de la poesía, con todas las historias tremendas que constan, para que el hombre no las olvide, en la increíble madeja de la historia natural”.

Como coda, el autor recoge la vida en París de tres escritores latinoamericanos. Cuenta que, de niño, Rubén Darío rogaba a dios que no le dejase morir sin conocer París. El libro incluye también aquel famoso soneto de César Vallejo, “me moriré en París con aguacero, un día del que tengo ya el recuerdo”. Un libro, en fin, extraordinario, imprescindible para todo amante de la ciudad de la luz. 

Comentarios