La mala educación

 

Quienes sigan este blog desde hace años habrán comprobado que prácticamente ya no escribo aquí de política, que en su día fue un tema central de esta bitácora. Ahora escribo de cosas mucho más importantes como libros, películas u otras de teatro. En gran medida, la política, o mejor dicho, el politiqueo, ha desaparecido del blog porque decidí hace mucho que, dado que la vida es corta, prefería mil veces escribir de aquello que me emociona e ilusiona que hacerlo de lo que desagrada o disgusta. Si no me ha gustado una película, sencillamente no escribo de ella, seguro que tendrá su público que la disfrute. ¿Para qué voy a perder tiempo, con todo lo que hay por ver, leer, aprender y disfrutar en la vida, escribiendo de algo que no me gusta? Pues ésa fue un poco la razón por la que el politiqueo despareció de este blog para no volver más que, si acaso, de forma muy esporádica y tangencial, como en este artículo.


No escribo del politiqueo, porque tengo cosas mucho mejores de las que ocuparme, pero no vivo en Marte y sigo la actualidad política, claro. Inenarrable y muy poco decente últimamente, muy desalentadora. No hablaré, qué pereza, de esta o aquella ley, de esa polémica o la de más allá, del ego de éste o del otro líder político, de la última declaración sin pies de cabeza de una u otra gobernante, de los disparates de los tertulianos con argumentarios de partido, de la peculiar concepción del periodismo libre de algunos dirigentes políticos que creen que todo aquel que osa criticarlo es un repugnante ser con malvadas intenciones… No, nada de eso. Pero sí hablaré de algo que me preocupa especialmente y creo que es un problema serio que afecta a la convivencia, algo elemental que llevamos tiempo perdiendo, algo previo a cualquier toma de postura política, algo básico para vivir en sociedad: sencillamente, la buena educación.

¿En qué momento se normalizó que para criticar a una persona que se dedica a la política en un puesto de responsabilidad se recurra a la descalificación personal? ¿Cómo podemos aceptar que se deshumanice a un político o se le pongan apodos alusivos a su aspecto físico o a su vida sentimental? ¿Es que no se da nadie cuenta del riesgo enorme que este clima de borreguismo y sectarismo provoca en una sociedad? ¿No hemos aprendido nada del desgarro que el extremismo ha provocado en otros países? Insisto, ni siquiera estoy hablando de propuestas políticas concretas ni de posiciones específicas. No, no voy tan lejos, simplemente hablo de las formas, del modo en el que se pierden. No es una cuestión menor. Naturalmente que importan, y mucho, las formas en las que se exponen las posiciones políticas.

El matonismo, las malas maneras y los ataques personales se están adueñando peligrosamente de la política en España. Si la acción de un gobierno, una ministra o una presidenta autonómica no te gusta, estás en tu perfecto derecho, sólo faltaría, de criticarla. Con dureza, incluso. Perfecto. Se llama democracia, libertad de expresión, pluralismo político. Ningún problema. Lo que pasa es que, de un tiempo a esta parte, siempre se va más allá y se cruzan líneas rojas. No es igual decir que la policía de esta o aquella persona en una materia determinada te parece equivocada y perjudicial para la sociedad y criticarla legítimamente por ello que decir que esa política está loca, es infantil, está ahí por haber tenido relaciones sexuales con un hombre o cualquier barbaridad por el estilo como los que se han escuchado últimamente.

Lo más dramático del matonismo y la mala educación que cada vez imperan más en el parlamento y en los platós de televisión no es que haya políticos que tengan esas formas de garito mal ventilado con peste a alcohol de garrafón a las tantas de la madrugada, sino que hay un público de fanáticos que aplauden esas intervenciones. Es realmente espeluznante. Ya se sabe, la clásica retahíla: “por fin alguien que dice la verdad y llama al pan, pan y al vino, vino; basta ya de la corrección política; bravo por los políticos con mucha hombría que dicen las cosas como son, con valentía…” y patochadas así. 

¿En qué momento la mala educación dejó de penalizar en política y pasó a ser jaleada por gente llena de odio contra el que piensa distinto? ¿Qué hemos hecho mal como sociedad para que el matonismo se aplauda siempre que se dirija contra los adversarios políticos? ¿Cómo puede haber alrededor tanta gente fanatizada que piense que todo vale en la crítica contra el de enfrente? Insisto, no hablo ya de los programas de turno ni los planteamientos políticos, que eso daría para otro artículo que no voy a escribir, porque este blog volverá a sus temas habituales y mucho más gratificantes y felices. Hablo sólo de las formas. Sencillamente eso. Ser cívico, educado. Buscar convencer al otro, no derrotarlo a base de zascas, bulos e insultos. Guardar las formas y respetar a quienes ocupan cargos públicos y han sido elegidos con el voto de otros ciudadanos. Bueno, mejor aún, respetar a todas las personas en tanto personas, seres humanos con derechos intrínsecos. Ser contundente y vehemente en la defensa de tus ideas, perfecto, pero sin caer jamás en la descalificación personal ni en el acoso propio de los malotes del instituto. ¿Acaso es pedir demasiado? 

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