El hombre en busca de sentido

 

Cuenta Victor Frankl en el impactante El hombre en busca de sentido, el relato autobiográfico de este psiquiatra que sobrevivió  a cuatro campos de concentración nazis, que una noche en su barracón se disponía a despertar a otro prisionero que tenía una pesadilla cuando, de pronto, lo pensó mejor y se detuvo porque se dio cuenta de que cualquier pesadilla, por horrible que fuera, sería mejor que el Lager. Es uno de los muchos pasajes conmovedores de este libro que no tuvo excesivo éxito en su primera edición y que creció respecto a su versión inicial, de tal forma que cuenta con dos partes bien diferenciadas, una primera, más extensa, en la que el autor cuenta sus vivencias en Auschwitz y Dachau, entre otros campos de concentración, y otra en la que explica conceptos básicos de la logoterapia, que es la psicoterapia que él mismo fundó y que se centra en buscar el sentido de la vida de cada paciente, su motor, lo que le mueve. 


La obra, que leo en la edición de Herder, es impresionante. Frankl rehuye el sentimentalismo y se cuida mucho del exceso de dramatismo. Ya es suficientemente terrible lo que cuenta como para añadirle adjetivos de más. Cuenta su historia con una cierta distancia, con una admirable sobriedad, siempre poniendo sus propias vivencias la servicio de la reflexión sobre la psicología y la forma de reaccionar del ser humano ante situaciones extremas. Cuando fue enviado al campo de concentración destruyeron lo que llevaba escrito de su obra sobre la logoterapia y la motivación de intentar reconstruirla, cuenta, fue una de las razones por las que se aferro a la vida. 

En un momento del libro Frankl afirma que él, como muchos otros supervivientes del Holocausto, siente que los mejores no regresaron. En los traslados a otros campos, por ejemplo, para salvarse o para salvar a un amigo se debía cambiar por otro. No eran personas, sólo números (“un hombre contaba solo por su número de prisionero, uno se convertía literalmente en un número: estar vivo o muerto, eso carecía de importancia, porque la vida de un número era del todo irrelevante”). Él era el prisionero número 119.104. En medio del horror, de la muerte, de una apatía generalizada, cuenta que se aferró al recuerdo de su mujer, porque "el amor es la meta última y más alta a la que puede aspirar el hombre”. También explica que en esas condiciones espantosas se intensifica la vida interior y que se alimentó de recuerdos de hechos sencillos del pasado. Y, por supuesto, la necesidad de belleza, que en buena medida satisface la naturaleza. "Qué hermoso podría ser el mundo", dice otro prisionero que contempla el cielo. 

El autor explica que fue capaz de encontrar destellos de arte y de humor en el campo. Alguien que cantaba una cancioncilla, otro que recitaba. Cualquier cosa servía para recordar que la vida era algo más. Y también, sí, instantes de humor, como cuando imaginaban escenas en su ansiada libertad, como una cena de cierto relumbre social en la que pedirían a la anfitriona que les sirviera de la sopa una cucharada del fondo, como pedían cada noche al kapo de turno, porque en el fondo es donde había algo más que ese aguachirle sin sabor.

Afirma Frankl que se puede conservar un reducto de libertad espiritual, de independencia mental, incluso en terribles estados de tensión psíquica y física. Allí siempre había opciones para elegir, cuenta. Cita a Nietzsche, que dijo que“quien tiene un porqué para vivir puede soportar casi cualquier cómo”. Por eso, sostiene que “el hombre no está completamente condicionado y determinado; al contrario, él decide si cede ante las circunstancias o se enfrenta a ellas”. El hombre en busca de sentido es un libro conmovedor que además de dar testimonio del horror de los campos de concentración reflexiona sobre la pervivencia de un espacio de libertad individual, incluso cuando falta todo. 

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