Barcelona

 

El crítico de arte australiano Robert Hughes se volvió un entusiasta de Barcelona en 1966. Más de dos décadas después publicó un extenso libro dedicado a la ciudad, que compré en el último Sant Jordi en un puesto de libros de segunda mano, en edición de Anagrama. Cuenta Hughes en el prólogo de la obra que no tenía intención de que le quedara tan larga (más de 600 páginas), pero se fue liando y aquello fue creciendo. El libro es sensacional. Desde luego, resulta irresistible para cualquier amante de la ciudad. Entre sus muchos aciertos están la pasión con lo que habla del tema tratado, sus esfuerzos por entender la historia, la cultura y la sociedad catalana y también que el libro, aunque esté escrito desde un enamoramiento indudable por Barcelona, no es un panfleto ni una retahíla de bondades y virtudes, también habla de aquello que no le gusta de la ciudad. 


A lo largo de este monumental Barcelona, el autor cita varias veces al poeta Joan Maragall, quien describió a Barcelona como la gran hechicera. Hughes pone especial interés en destacar el impacto de la política y el poder en el urbanismo. Por ejemplo, la Rambla es esa inmensa recta para evitar guerras de guerrillas. La Barcelona de hoy, la parte moderna de la ciudad, no existiría si no se hubieran destruido las odiadas murallas borbónica que constreñían la ciudad. Es una obviedad, pero a veces se nos olvida. Las ciudades no son como son porque sí. Ha habido sucesivos planes urbanísticos, multitud de decisiones sobre el trazado de las calles o la preservación de los monumentos y, por supuesto, también ha habido guerras, revueltas y toda clase de incidentes que han transformado las ciudades. En este caso, Barcelona, que de revueltas sabe un rato. El autor explica, por ejemplo, que en los 80, en Barcelona se estableció el código de conservación histórica más estricto de cualquier ciudad europea, que protegía 860 edificios, elementos y grupos.

El libro tiene algo de biografía de la ciudad y se remonta sus orígenes. Antes de los romanos, en Barcelona estuvieron los layetanos, aunque este pueblo agricultor no erigió ninguna ciudad. El origen real de la ciudad, cuenta Hughes, es Barcino, el asentamiento romano. Quizá lo más curioso de lo que cuenta de aquella época es que el castellano surgió del latín que se hablaba en la Hispania Ulterior (en el sur de España) y el catalán, del latín más popular, moderno y salpicado de jerga que hablaban los colonos romanos de la Hispania Citerior.

La obra nos permite conocer muchas curiosidad de la ciudad, como el significado del monte Tibidabo, que es un nombre procedente de "tibi dabo·, en latín, "te daré", las palabras que pronunció el diablo ante Cristo para mostrarle los bienes del mundo e intentar seducirlo. O el origen de la devoción por Sant Jordi. Explica el autor que hay bastantes dudas de su existencia y que se convirtió en mártir en la ciudad israelí de Lod en el siglo IV. Su culto surgió primero en Inglaterra y en 1667 se declaró festividad en toda Cataluña.

El arte y la arquitectura centran buena parte de la atención del autor, pero la política y la historia de Cataluña ocupan también un espacio importante en la obra. Hughes habla del Consell de Cent, definido como el cuerpo protodemocrático más antiguo de España; de Wifredo el Velloso, unificador de la alta Edad Media catalana que estableció la supremacía política de Barcelona; de la Declaración de derechos, los Usatges, a principios del siglo XII; de Jaume I, conquistador de Mallorca; del juramento de lealtad catalano-aragonesa al monarca ( “nosotros, que somos tan buenos como vos, juramos a vuestra merced, que no sois mejor que nosotros aceptaros como rey y señor soberano, siempre que respetéis todas nuestras libertades y leyes; pero si no, no”); de la guerra dels Segadors, que define como un "patriótico baño de sangre” y, por supuesto, de la guerra de sucesión entre Felipe de Anjou y el archiduque Carlos. 

Sobre esto úlimo, Hughes dice que los barceloneses de entonces vivieron bien y prosperaron con Felipe V. Sin embargo, poco después reconoce que se eliminaron todas las instituciones propias de autogobierno, se impusieron nuevos impuestos para construir la Ciutadella militar y también se persiguió el catalán, lo que condujo al cierre de todas las universidades catalanes y la creación de la mediocre y fanática Universidad de Cervera, que dirigía la Inquisición, prohibía en su facilitad de medicina diseccionar cuerpos humanos y cuyo rector dijo: “lejos de nosotros la funesta manía de pensar”.

También cuenta que la vida comercial de Barcelona de reactivó tras la conquista de los Borbones. Por ejemplo, esa anexión abrió el Atlántico a los comerciantes barceloneses. El castellano José Cadalso escribió en 1789 que “los catalanes son la gente más industriosa de España” y que “por eso algunos les llaman los holandeses de España”. Después llegaría el Trieno Liberal y la consiguiente destrucción de iglesias, la construcción de la plaza de Sant Jaume y la desamortización de Mendizábal, que provocó la desaparición de algunos edificios magníficos, pero también dio espacio público a Barcelona. Por ejemplo, el mercado de la Boquería ocupa el lugar donde se alzaba el convento de Sant Josep. Donde hoy está el Liceu había un convento de trinitarios descalzos y donde está el Palau de la Música, una iglesia.

La próxima vez que visite Barcelona y pasee por sus calles sabre el porqué del nombre de muchas de ellas, como la calle dedicada a Jaume Balmes, sacerdote liberal, avanzado a su tiempo, que escribió contra la monarquía y fue fundador en 1843 del periódico La Sociedad. El libro está repleto de historias curiosas, como la de Narcis Monturiol, inventor del submarino catalán en el siglo XIX. Cuentan que Julio Verne se pudo inspirar en él para su capitán Nemo de Veinte mil leguas de viaje submarino.

Amigo de Monturiol era Ildefons Cerdà, ingeniero de ideas socialistas utópicas que fue el responsable del proyecto de la nueva Barcelona tras el derribo de las murallas. Plan inspirado en el del Baron Haussmann en París entre 1848 y 1870. En 1859, el Ayuntamiento de Barcelona convocó un concurso para el nuevo plan urbanístico. Lo ganó el arquitecto municipal Antoni Rovira i Trias, que propuso un modelo de abanico en el que la Ciudad Vieja sería el centro. Ocho meses después, el gobierno central de Madrid impuso el plan de Cerdà, que en esa época recibió críticas por ser demasiado monótono. En 1863 se dio al poeta Víctor Balaguer la oportunidad de bautizar todas la calles del Ensanche. Según el autor, la avaricia de los promotores y la dejadez de las autoridades impidieron que el plan se cumpliera como lo había diseñado Cerdà, con mucho más espacio verde.

El autor habla con pasión de las partes de la ciudad que más le gustan. Por ejemplo, del Barrio Gótico dice que "sigue contando con el conjunto más denso de España de edificaciones de los siglos XIII al XV, y aun contando Venecia, con el más completo de Europa”. También le apasiona Santa María el Mar. Del Parque de la Ciutadella, que fue una decisión personal de Prim, dice que es posible que se haya exagerado la contribución real de Gaudí a su diseño, dado que entonces era aún un aprendiz. Cierta exageración encuentra también en la leyenda del local Els Quatre Gats, que sólo estuvo abierto seis años, de 1897 a 1903, y que fue frecuentado e impulsado por Romeu, Casas, Utrillo y Rusiñol. Dice que su fama es posiblemente exagerada, aunque sin duda tuvo un papel relevante en la vida artística de Barcelona en aquella época. Acogía tertulias y espectáculos de sombras chinescas. Tuvo su propia revista y acogió la primera exposición de Picasso.

Hughes le dedica un capítulo entero a Gaudí, del que dice que no creía en la modernidad y que “quería encontrar maneras radicalmente nuevas de ser radicalmente antiguo”. De él afirma que fue el arquitecto y la figura cultural más grande que Cataluña ha producido desde la Edad Media. Cuenta que su obra domina Barcelona como la de Bernini domina Roma y que su arquitectura es “alternativamente, mística, penitencial y violentamente exaltada, estructuralmente atrevida y llena de metáforas, obsesionada con su papel como speculum mundi, espejo del mundo”. Pese a ser muy conservador y católico, los surrealistas interpretaron su obra como la propia de un subversivo cultural. Fascinado por la naturaleza desde niño. Decía que la naturaleza es “el gran libro, siempre abierto, que debemos leer”. Con la muerte de Gaudí concluye Hughes este relato fascinante de la historia de Barcelona con la que tanto he disfrutado y que guardaré a buen recaudo en mi librería. 

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