El musical de los 80 y los 90

 

En la deliciosa Midnight in Paris, Woody Allen plantea una atractiva reflexión sobre la nostalgia. Su protagonista, un estadounidense que vive obsesionado con el París de los años veinte, de repente puede viajar en el tiempo y, cuando da la medianoche, se sumerge en ese periodo que tanto venera. Allí de encuentra con personajes legendarios de aquella época y, claro, también con gente que vive a su vez obsesionada con otros periodos históricos pasados, porque esos sí que eran auténticos, porque esos eran los buenos de verdad. Pocos campos son tan fértiles para la nostalgia como la música. Diría que prácticamente todo el mundo llega a un punto de su vida en el que decide que ya ha tenido bastante, que se refugiará en sus canciones, que dejará de abrirse a lo nuevo. Generalmente, tendemos a pensar que la música que sonaba cuando éramos jóvenes es la mejor, aunque en realidad quizá es sólo porque éramos más jóvenes y lo recordamos todo con más cariño.


De un tiempo a esta parte, el teatro está jugando bien la baza de la nostalgia, con obras como Espinete no existe, que fue un enorme éxito, o Yo fui a EGB. La premisa de El musical de los 80 y los 90 es la misma. La obra, que se ha podido ver hasta hace unos días en el Teatro Amaya de Madrid y que ahora partirá de gira a otras ciudades españolas, empezando por Barcelona, ofrece exactamente lo que propone. No creo que nadie al leer el título de este musical espere nada distinto a lo que se encontrará, algo así como un karaoke de temazos de los 80 y los 90. No lo digo de forma despectiva, quién en su sano juicio desprecia los karaokes. Son 100 minutos en los que comprobamos lo incrustadas que tenemos las letras de muchas canciones que llevábamos años sin escuchar. Pero da igual, ahí siguen. 100 minutos bailando, cantando, aplaudiendo y sonriendo. Pura diversión.

La historia de la obra es sólo un pretexto para una frenética sucesión de canciones de las dos décadas a las que alude el título. Uno de los protagonistas ha cumplido al fin su sueño y acaba de abrir un bar, llamado La Movida del Bakalao. Para su apertura invita a sus antiguos compañeros de instituto. El encuentro propiciará el recuerdo y una mirada nostálgica al pasado, pero también charlas sobre lo que ha sido de su vida y algún que otro tonteo. Los seis intérpretes se entregan y lo dan todo en cada coreografía, en cada canción. Casi cualquier temazo de los 80 o los 90 que a uno s le pueda ocurrir aparece en la obra. Hay sobre todo temas en español, aunque también alguno en inglés.

Alguna de las bromas de la obra parece también sacada de los 80, la verdad, cuando un hombre pone como ejemplo de lo mucho que quiere a su mujer que se ha puesto un polo rosa (?) o la forma demasiado recurrente en la que se llama a una mujer trans con un nombre que ya no es el suyo ni le corresponde. Las bromas en torno a este personaje bordean un poco el precipicio, aunque es cierto que es el personaje tratado con más cariño en el guión y ella es quien más empoderada aparece. Por supuesto, hay momentazo A quién le importa.

Sentado delante de nosotros había una pareja que se exaltaba mucho cuando alguien a su alrededor cantaba o bailaba. Creo que andaban algo desubicados. A este musical (a todos, pero a este más) hay que ir a darlo todo, a dejarse llevar y a cantar con los intérpretes. Hay varios momentos en la que se rompe la cuarta pared. El musical de los 80 y los 90 es una fiesta, al modo de las verbenas agosteñas, por más que ahora, pasado el tiempo, nos demos cuenta de que las letras de bastantes de esas canciones se las trae. No se trata de dulcificar nada, que es el gran riesgo de la nostalgia, sino simplemente de pasar un buen rato y volver después al 2022, que tiene lo suyo también, como todas las épocas. Seguro que dentro de unas décadas se harán musicales como este con canciones de música urbana y temazos de Rosalía. 

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