Existiríamos el mar

 

Hay libros que, a medida que avanzas por sus páginas, te van pesando más y más en las manos. Pero no porque resulten aburridos ni densos, todo lo contrario, sino porque sientes que son libros importantes, que te agitan de verdad, que no olvidarás fácilmente, que te remueven con su hondura y su profundidad. Son pocos libros y son esenciales. Existiríamos el mar, de Belén Gopegui, es uno de esos libros. La novela, editada por Literatura Random House, es un retrato descarnado, lúcido y crítico de nuestra sociedad. Se ambienta en el presente, después de la pandemia de Covid que muchos pensamos que cambiarían el mundo, y es una novela, sí, de las que pesan más y más, de las que dejan huella. 


Lena, Hugo, Ramiro, Camelia y Jara comparten piso en Madrid a sus 40 años por necesidad económica, por la asfixiante precariedad laboral, sí, pero a la vez crean algo valioso y duradero juntos. Una convivencia alternativa, una red de cuidados, un refugio. No lo llamaremos una especie de familia, o un tipo de familia distinto al habitual, porque los propios protagonistas recelan de ese término varias veces a lo largo de la novela. Pero el hecho es que se cuidan, se respetan, se apoyan entre ellos. Debaten sobre lo humano y lo divino, hablan sobre todo de esta sociedad con las prioridades confundidas en la que el trabajo parece ser lo único que define a una persona, en la que se espera de todos que seamos máquinas de producir 24 horas, siete días a la semana.  

El libro, hijo de su tiempo, hijo rebelde y crítico de su tiempo, logra captar a la perfección un sentir muy extendido, un malestar profundo. Mires por donde mires hay personas quemadas, con jornadas laborales maratonianas y condiciones precarias, pero también personas en paro que sienten que se les anula como personas y que quieren entrar en esa rueda, aunque sepan lo que les espera. La vida de este grupo se ve alterada de pronto por la desaparición de Jara, que tiene una situación anímica baja y que se encuentra desempleada. La forma en la que su desaparición impacta en los otros cuatro y los debates sobre que deberían hacer, porque están preocupados, pero a la vez quieren respetar su decisión libre y no presionarla, desencadena la acción de la novela. Avanza la historia entre conversaciones y charlas, reflexiones y críticas certeras a esta sociedad. 

La situación económica precaria de muchas personas es con frecuencia  un tabú o un tema casi inexistente en gran parte de la literatura. No es frecuente encontrar libros como Existiríamos el mar, con su forma de ver el mundo. Jara siente que le falta algo de fondo por culpa del paro. “Es difícil dejarte querer si sientes que no eres. A Jara el paro, como a otras personas les pasará con sus trabajos, no le dejaba ser”, leemos. Un poco más adelante la autora pone en boca de uno de los protagonistas del libro estas palabras: “Jara no idealizaba el trabajo. A veces le dábamos envidia montados en nuestra rueda de ratones, pero era una envidia con sorna. Decía que por lo menos teníamos que mantenerla rodando, y así podíamos no pensar”.

El libro habla de poner la vida en en centro, de cuidarse, de tener claras las prioridades, de humanizar este mundo tan salvaje, tan poco amable, tan competitivo. Es una obra muy bien escrita, dolorosa a ratos, mucho, porque es imposible no sentirse identificado, pero también luminosa por la red de cuidados, compromiso y solidaridad que plantea, por esa otra "familia" de los protagonistas. No es una obra derrotista, es lúcida, pero deja claro que siempre hay personas que se resisten a dejarse arrastrar por la corriente imperante. 

El libro incluye varias frases como puñales, páginas que, por volver al comienzo, pesan especialmente. Este párrafo, por ejemplo:

 “La pura aceptación del mundo le da miedo. Y no se refiere a la aceptación razonada y necesaria de lo que existe, esa la quiere, no más delirios. Se refiere a esa resignación entre cínica y acomodaticia de los triunfadores a cualquier escala”. 

O este otro: 

Camino ya del trabajo, salta, literalmente, de alegría y ganas de viajar, de hacer un agujero en el calendario y poder poner un trozo del mundo en pausa. Aplazar llamadas, citas, lo previsto, incluso alguna exigencia laboral, sentirse ya un poco más ligera, poder decir a Óliver que se verán pero a su vuelta, retrasar la comida familiar y esa cita con amigas que desea y al mismo tiempo le inquieta porque le falta un poco del impulso con que se zambullía en las risas y las complicidades”. 

O, sólo uno más, este: 

“Les gustaría que la necesidad no escribiera sus horarios ni los actos de sus días durante más de cuarenta horas a la semana, pero es así como sucede y tratan de construirse en el marco no elegido de sus vidas, salvando los momentos que son preciosos, planificando sueños”.

Los protagonistas de la obra, leemos, “aman el mundo demasiado como para aceptar la chapuza impuesta, la que no es fruto de la fatalidad, sino evitable”. Existiríamos el mar sirve como refugio y acicate, como estímulo para no resignarse ante la chapuza impuesta, para aceptar porque sí todo lo que está mal en este mundo. Es un libro excepcional. 

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