El ritual de Vetusta Morla en el Metropolitano

Vetusta Morla tiene una especial delicadeza a la hora de cuidar las palabras, de jugar con ellas y plantear letras llenas de lirismo. Por algo dice una de sus canciones que Palabra es lo único que tengo. En ella escuchamos “Si resulta cierto que los versos duelen/ Si son el veneno que te alcanza/ Lanzaré una artillería de sonetos /Cuando nos apriete la mordaza”. Pocos grupos miman tanto el idioma, su herramienta de trabajo, así que cuando eligen unas palabras en lugar de otras es por algo. Y por eso cuando Pucho describió lo de anoche en el Wanda Metropolitano de Madrid como un ritual acertó. Porque fue algo más que un concierto o un show. Fue más que un espectáculo formidable, con la energía de siempre del grupo, con su sensacional puesta en escena de siempre, pero elevando aún más la apuesta. Fue mucho más que eso y tuvo algo, sí, de rito pagano, de encuentro con extraños para celebrar lo mejor de la vida, de reencuentro tras dos años de pandemia. Fue una noche inolvidable de amistad, amor, música y poesía.
A los seis componentes del grupo le acompañaron otras seis personas en el escenario (“aquí hay más personas que vetustos”). Junto a ellos, protagonizaron varios de los mejores momentos de la noche las pandereteiras de Aliboria y los músicos tradicionales palentinos defensores del folclore de El Naán. Podría Vetusta Morla haberse ensimismado en sus éxitos, regodearse en todo lo logrado, en los himnos compuestos, en una fórmula que les funciona, pero siempre quieren más, no paran de crecer. Huyen del conformismo. Siempre se retan, quiere jugar y probar. Y, hasta ahora, siempre les sale bien. Imposible saber dónde está el límite, cuánto más pueden mejorar sus conciertos, perdón, sus rituales, exquisitamente cuidados hasta el más mínimo detalle, desde la iluminación hasta los recursos audiovisuales, pasando por una puesta en escena cada vez más teatral y más bella. 

Su último disco, Cable a tierra, hijo de la pandemia, de este tiempo introspectivo de reconectar con lo que de verdad importa en la vida, suena con una fuerza descomunal en directo. Son muchos los méritos del grupo, pero destaca por encima de todos su arrollador directo, dos horas y media frenéticas, con sorpresas y guiños a la tradición, como cuando Pucho tarareó La Tarara ante 35.000 personas entregadas a esta celebración ritual, o cuando cambió en varias ocasiones  las letras de algunas canciones. Los rituales de Vetusta Morla están vivos y abiertos a las sorpresas y a una energía salvaje, pero a la vez están minuciosamente preparados.  

Empezó el concierto con tres canciones seguidas de su último disco (maravillosa La virgen de la humanidad) antes de que, en mitad de la interpretación de El hombre del saco, un problema técnico dejara sin sonido y sin imágenes en las pantallas al concierto. Tardaron algo los miembros de la banda en saber lo que ocurría. Hubo cierto desconcierto inicial, pero de inmediato la reacción tanto del público como de los músicos fue excelente. El público siguió coreado la canción y Pucho animó a que nada nos impidiera disfrutar de esta noche, a la que hemos llegado después de una pandemia que se ha llevado a mucha gente y tiñó de negrura, renuncias y tristezas nuestras vidas. 

Se sucedieron los momentos mágicos, uno tras otro, con canciones de su nuevo disco que funcionan a la perfección y con las que el público conectó de inmediato, como Corazón de lava, y también, claro, con tantos himnos de trabajos anteriores, como Copenhague o Maldita dulzura. Hubo un momento en el concierto en el que miramos la hora y nos parecía increíble haber disfrutado tanto y con tantas canciones en tan poco tiempo, felices por todo lo que estaba aún por llegar. Había una energía brutal en el ambiente. Es enorme la pasión que transmite el sexteto madrileño encima del escenario. Pucho, habituado a mencionar alguna causa social en sus conciertos, se centró esta vez en el impacto de los dos años de pandemia en el sector de la música en directo. Pidió más ayuda, más cuidado por parte de las instituciones, y reivindicó a todas las personas que no suben al escenario pero son imprescindibles para noches como las de ayer. Se acordó de las salas y no se dejó un oficio del sector de la música por nombrar e hizo subir al escenario a algunos de las decenas de empleados (más de 65 durante toda la gira) que hacen posibles el concierto, perdón, el ritual de Vetusta Morla. 

El ritual fue celebratorio, un encuentro para ser conscientes de la suerte que tenemos de estar vivos y disfrutar de momentos así. Es el hilo conductor del último disco del grupo. Ahora que venimos de un tiempo gris y parecemos encaminados a otro en los que no podemos dar ningún derecho social por descontado (ayer EEUU nos lo recordó), el grupo reivindica con su energía y su contundencia habitual lo importante de la vida, la empatía, la amistad. Algunas de sus letras pasadas, sin saberlo, terminaron siendo himnos de la pandemia, canciones que nos acompañaron entonces, en especial Los días raros, porque raros fueron los días, los meses, que pasamos atemorizados en casa, viendo cómo un virus causaba cientos de muertes al día. Por eso esa canción ayer fue especial. O Cuarteles de invierno, en la que cantan eso de “fue tan largo el duelo que al final, casi lo confundo con mi hogar”.

Siempre es portentosa la reacción del público con Saharabbey Road, que todavía coreábamos al salir del estadio Metropolitano pasadas las doce y media de la noche. Fue soberbia la interpretación de Finisterre, una de las mejores canciones de su último disco, que interpretaron tras uno de los mejores momentos de la noche, cuando las pandareteiras y los músicos de El Naán cantaron en una mesa de madera las Panaderas del pan duro, una canción de labor. Impresionante. En Al final de la escapada, quizá el tema con más papeletas para convertirse en el enésimo himno de Vetusta Morla en próximos conciertos, Pucho comparte este deseo: “que a tu banda favorita/ aún le queden muchos años/ y que su mejor canción aún esté por venir”. Visto lo de anoche, no tengo duda de ninguna de las dos cosas. 

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