Giselle en el Liceu


La directora del Ballet Nacional de Corea, Sue Jin Kan, recordó en el manifiesto del Día Internacional de la Danza celebrado hace una semana que “en una de las diferentes réplicas de la peste negra surgida en la Europa medieval, el 28 de junio de 1841, se estrenó en la Ópera de París el ballet ‘Giselle’, que representa el amor más allá de la muerte, y recibió una respuesta explosiva. Desde entonces, ‘Giselle’ se ha representado en toda Europa y en todo el mundo para reconfortar y animar a las almas de la humanidad asolada por la pandemia”. 


Seis años después del estreno de Giselle en París se inauguró en La Rambla de Barcelona el Liceu, que este año festeja su 175 aniversario. Ayer cumplí un sueño y disfruté al fin de un espectáculo en el imponente teatro barcelonés. Y ese espectáculo fue, precisamente, Giselle, que hoy, como cuando fue estrenada, es un canto a la vida particularmente inspirador y emocionante después de dos años de sufrimiento por culpa de la pandemia. Fue una noche fantástica, que se vio interrumpida precisamente por culpa de la pandemia, ya que estaba programada hace dos años en el teatro de La Rambla. Muchos de los asistentes anoche teníamos entradas ya entonces, pero  aquella representación, como tantas otras cosas, tuvo que cancelarse. Aunque, bien pensado, qué son dos años cuando hablamos de una obra creada hace casi dos siglos. 


Directora del English National Ballet desde hace una década, Tamara Rojo llevaba más de dos años sin bailar y se despidió del escenario del Liceu en la función de la tarde de ayer, la anterior a la que disfrutamos nosotros. Ella misma encargó a Akram Khan una versión moderna de Giselle, la historia clásica  de la joven enamorada de Albrecht, un noble comprometido en matrimonio que se hace pasar por aldeano para estar con ella, en la que los celos de Hilarión conducen a un final trágico, pero en la que la muerte no supone el final de la historia. En este caso, en vez de campesinos y nobles aparecen trabajadores inmigrantes precarios de una fáctica de ropa, los parias de hoy, y empresarios millonarios.





Todo resultó apabullante. Creo que el de anoche fue el síndrome de Stendhal más intenso que he sentido en mi vida. Se me aceleró el ritmo cardiaco, estaba nervioso, como fuera de mí, ya desde el momento en el que entré, por fin, al templo barcelonés que tantos ecos de historias conserva. Me iba sintiendo más y más nervioso según se acercaba la hora del comienzo de la función. Las butacas se iban llenando, con el sonido de los ensayos de la orquesta sinfónica del Liceu, allí en el foso, donde estaba ya dispuesta la partitura de la obra. 


El comienzo fue deslumbrante, con todo el equipo de baile sobre el escenario. Ahí ya el síndrome de Stendhal se disparó hasta niveles que nunca antes había alcanzado. Boquiabierto y poco menos que en trance, quedé maravillado por ese potente inicio. Luego, el pas de deux de los dos protagonistas, Giselle (espléndida Erina Takahashi)  y Albrecht (magnífico Joseph Caley). Las coreografías de las escenas en las que aparece todo el cuerpo de baile son extraordinarias, con inspiración de danzas y ritmos modernos y de otras latitudes, se nota que Khan está influido por la danza clásica de la India, el Kathak. Algunas de esas coreografías muestran a unos bailarines salvajes, con movimientos casi animales, como fuera de sí. Soberbios. Hay momentos de una tensión dramática portentosa, como el final del primer acto, con la música reforzando esa emoción. 


La armonía de los bailarines, impecables en cada paso, y también con una muy desarrollada capacidad interpretativa, porque la obra también exige mucho en ese aspecto a los protagonistas, se suma al virtuosismo de la orquesta sinfónica del Liceu, la más antigua de España y una de las más prestigiosas, que borda cada una de las piezas de la música reelaborada por Vincenso Lamagna a partir de la partitura original de Adolphe Adam. También deslumbran la escenografía y el vestuario a cargo de Tim Yip, igual que la iluminación, clave en muchos momentos de la función. Esos instantes de sombras, ese juego de luces tan bien planteado. 


Tras el descanso, llegan las escenas más espectrales y fantasmagóricas de la función, en la que Giselle, ya muerta, conoce Myrtha, la reina de las Wilis, que en esta versión del clásico son los fantasmas de las trabajadoras que buscan venganza por las injusticias que sufrieron en vida. Pero Giselle termina dejando a un lado el ansía de venganza y perdonando a su amado, en esta historia de amor más allá de la muerte, que concluye de un modo mucho  más íntimo y recogido que como comienza, apenas con el bailarín principal en escena. Entre los músicos, los bailarines y el resto del equipo, calculo que se acercara al centenar de personas el grupo que hizo posible la fascinante interpretación de Giselle anoche, que recibió aplausos y vítores entusiastas al final, sin los abucheos o las críticas de personas cejijuntas y muy serias que ha cosechado esta versión moderna de la obra clásica por parte de los puristas que tienen alergia a las innovaciones y a las actualizaciones de las funciones con más historia. Pero el arte está vivo y los tótems de cualquier disciplina, también los de la danza, están para ser reinterpretados  y cuestionados. Lejos de ser una amenaza, el hecho de que hoy nos acerquemos a los clásicos con otras miradas refuerzan estas historias y demuestran su vigencia y su poder de influencia.


Hoy, casi dos siglos después de que Giselle conmoviera a una sociedad azotada por una pandemia y celebrara la belleza en todas sus formas y en cualquier circunstancia, incluso más allá de la muerte, la obra vuelve a cumplir su misión gracias a esta versión del English National Ballet, esta vez, en un momento en el que empezamos a dejar atrás la pandemia de Covid-19. Qué noche más memorable. Qué bello es cumplir sueños. Otro momento único más vivido en Barcelona, fuente inagotable de alegría. Como para no volver a cada rato. Hasta la próxima. 

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