Múnich en vísperas de una guerra

 

Se atribuye a Mark Twain aquello de que "la Historia no se repite, pero rima". Esta reflexión adquiere un valor especial estos días, tras la terrible invasión de Ucrania por parte de Rusia. Imposible no encontrar parecido con lo vivido en los meses previos al estallido de la II Guerra Mundial. Un dictador con ansias expansionistas, la voluntad de apaciguar esas pretensiones mediante la negociación, la desconfianza... ¿Nos suena de algo? Puede que, en efecto, la Historia no se repita, pero es indudable que rima. Por eso, ver estos días en Netflix Múnich en vísperas de una guerra, de Christian Schwochow, impresiona. Porque casi todo lo que hoy debatimos sobre cómo frenar a Putin está ahí, en las dudas sobre cómo detener a Hitler. 
La película se centra en la Conferencia de Múnich de 1938, en la que Hitler aseguró que se contentaría con los Sudetes en sus ansias expansionistas en Checoslovaquia, y el entonces primer ministro británico, Neville Chamberlain (aquí interpretado por Jeremy Irons), lo creyó, o quiso creerlo. La película aporta una visión un tanto compasiva con Chamberlain, ya que da a entender que en realidad él nunca creyó que el gobernante nazi fuera a contentarse, pero que con el acuerdo firmado entonces logró que los aliados ganaran tiempo en la guerra contra la Alemania de Hitler. Hay historiadores que no son tan generosos en la interpretación del papel de Chamberlain aquellos días. 

En cualquier caso, el filme es muy atractivo. Se centra en una historia ficticia de dos jóvenes funcionarios, el británico Hugh Legat (George McKay) y el alemán Paul von Hartmann (Jannis Niehwöhner), que estudiaron juntos en Oxford hace años y cuya amistad quedó rota, precisamente, por el nazismo. En la trama ficticia de la película, que sirve para mostrar aquel contexto y aquella cumbre que intentó frenar la guerra o, al menos, aplazarla, ambos jóvenes intentan convencer al primer ministro británico de los auténticos planes de Hitler para Europa, que van mucho más allá de los Sudetes. 

La película, ya digo, es atractiva. Buena recreación de ambientes, buenos diálogos, intriga y, sobre todo, un espejo en el que mirarse, una forma de aprender del pasado en estos tiempos, otra vez, de guerra en Europa. El filme muestra los riesgos del fanatismo y la radicalización, algo que, lamentablemente, también nos suena familiar estos días de auge de la extrema derecha en toda Europa. Escuchamos en el filme argumentos que también oímos hoy, como aquello de la grandeza de Alemania (basta poner aquí la nación que se quiera exaltar de forma ciega desde un nacionalismo excluyente y peligroso) o eso otro de "no van a ser unos fanáticos todos los millones de personas que votan a Hitler, por algo votarán a los nazis". ¿Nos resulta familiar? 

La relación entre los dos amigos deja algunos de los diálogos más impactantes del filme, como uno en el que el alemán reconoce que cuando abrazó con efusividad las ideas del nazismo sabía perfectamente que Hitler y los suyos eran racistas, pero creía entonces que eso podría dejarse a un lado. "Pero cosas así no se pueden dejar a un lado", afirma, cuando ya es demasiado tarde y su país se desliza hacia la sinrazón más absoluta. No está de más tener claro esto cuando se frivoliza o incluso se blanquea el apoyo de millones de personas a fuerzas que cuestionan los Derechos Humanos. Porque hay cosas que no se pueden dejar de lado. En la película también resuena la voluntad de quienes quieren hacer todo lo posible para evitar una guerra, aunque eso suponga negociar con un criminal sin escrúpulos dispuesto a engañar a quien tiene sentado enfrente. De nuevo, ya digo, es algo que nos suena demasiado familiar en nuestros días. 

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