Desde hace tiempo tengo en la larga lista de libros pendientes Retour à Reims (Regreso a Reims), de Didier Eribon, en la que el autor reflexiona sobre el entorno social de su infancia, en Reims, del que se alejó pronto, pero al que vuelve para entender mejor a sus padres y, de paso, a la propia sociedad francesa, al modo de Édouard Luois, cuya historia y cuyas obras tienen no pocos paralelismos con la de Eribon. Jean Gabriel-Périot ha tomado el título y varios fragmentos de aquella obra para poner en pie una película homónima, que recorre de la mano del libro y con la voz de Adèle Haenel, la historia de la clase obrera francesa en las últimas décadas. Es una película fascinante, que se apoya en imágenes de archivo, tanto películas como entrevistas de televisión a personas corrientes. Es una película producida por Arte, que puede verse en este canal francoalemán que tantos buenos documentales realiza.
La película habla de cosas que no se suelen hablar. Dividido en tres partes (dos movimientos y un epílogo), la obra va desde la juventud de los abuelos del autor hasta la irrupción del Frente Nacional y su conquista de parte del voto obrero desencantado que se siente abandonado por todos, en especial por la izquierda. Es una obra que se traslada al pasado para reflexionar sobre el presente, que da un paso atrás para entender dónde estamos. Hay una pasaje especialmente poderoso en el que el autor cuenta que odia las relaciones jerárquicas desde que, cuando era niño, su madre lo llevaba en ocasiones a las casas en las que ella trabajaba limpiando y haciendo las labores del hogar. Allí el niño vio a señores tratar de forma despótica a su madre, allí aprendió la diferencia entre la clase dominante y la dominada, entre el poder y los que lo sirven.
Es fascinante la mirada al pasado reciente de Francia. Por ejemplo, la historia de su abuela, que tras la liberación fue acusada de haber mantenido relaciones con un soldado alemán y fue humillada por ello. Una mujer que sufrió lo indecible, que no sabía leer ni escribir, pero que jamás se quejó de sus condiciones de vida, porque asumía que era lo que le tocaba. El machismo, la falta absoluta de libertades y oportunidades de la mujer, se muestra de forma descarnada en el filme. Su padre tenía un trabajo duro en una fábrica, pero su madre tenía dos trabajos, el de fuera de casa y el doméstico, que naturalmente le correspondía a ella en absoluto.
La película refleja una sociedad nítidamente divida en clases, incluso en las escuelas, con centros educativos para los hijos de los obreros y otros para los de familias más adineradas. El autor cuenta que se suele emplear como eufemismo el término "desigualdad social" cuando de verdad se está hablando de "violencia social". La obra reflexiona sobre el determinismo, sobre si es posible o no escapar de aquello para lo que se supone que ha nacido alguien en una familia humilde. De su padre, por ejemplo, cuenta que no sabe gran cosa, que no sabe cómo veía el mundo, pero que entiende que su vida, su personalidad, su pensamiento, responden al lugar y a la época en la que nació, que le dio su lugar en el mundo. Su padre abandonó el colegio a los 14 años.
Sus padres se conocieron en el baile popular de la semana, única alternativa de ocio real para muchas personas. De ese pasado en el que existía una solidaridad y una conciencia de clase se pasa en los años 80 a un momento diferente, más ambiguo. Cuenta que su abuelo y su padre solían empezar muchas frases diciendo “nosotros, los obreros...” y que toda su familia era comunista. La película muestra la decepción de los trabajadores con Mitterrand, cuya victoria electoral fue recibida como una gran esperanza. Y muestra también el discurso de Le Pen, esa lema inmundo, "un millón de parados es un millón de inmigrantes que sobra".
Reconoce el autor que desde niño escuchó un lenguaje peyorativo cuando los mayores se referían los extranjeros. No niega el racismo imperante en su familia y en la clase pobre en la que creció. Los últimos contra los penúltimos. De pronto, no es la clase social lo que importa, sino la nacionalidad. Aunque, en realidad, un obrero francés tenga mucho más en común con un obrero libanés que con un empresario francés. Según se acerca el final de la película ésta adopta un tono desencantado, que lamenta el individualismo de la sociedad, aunque concluye mostrando movilizaciones como las de los chalecos amarillos o las del movimiento ecologista como tímidas luces de esperanza, como pequeños atisbos de vuelta a esa solidaridad y unión de acción de la clase obrera que vio de niño y que se fue perdiendo año tras año. La película, en fin, acierta al plantear, desde una mirada íntima y muy personal, una poderosa y estimulante reflexión sobre el devenir de la sociedad francesa (y de las sociedades occidentales en su conjunto) en las últimas décadas hasta nuestros días, en los que el discurso de la extrema derecha cuenta con un amplio y muy preocupante apoyo.
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