Jonás Trueba incluyó varias canciones del añorado Rafael Berrio, fallecido el año pasado, en su película La reconquista. Entre ellas, Quién lo impide, que da nombre al deslumbrante último proyecto cinematográfico del director. Fue en aquella película en la que Trueba conoció a dos de los jóvenes que protagonizan Quién lo impide, Candela Recio y Pablo Hoyos. El elenco de esta cinta fue reconocido en el último Festival de Cine de San Sebastián. Es una película fascinante, una bendita locura: rodada sin ningún plan concreto durante cinco años y apenas sin financiación.
La película, que disfruté en una Sala Borau de la Cineteca, en Matadero, prácticamente llena, es brillante desde el comienzo, cuando el director se reúne con los jóvenes que protagonizan la cinta y les cuenta que durará tres horas y media, que se planteará como una experiencia inmersiva para los espectadores y que se dispondrán dos pausas de cinco minutos. Por cierto, aunque esas pausas ejercen su función y forman parte del encanto de la película, incluso las eliminaría. Es revolucionario y libre, una maravillosa osadía, plantear una película de 220 minutos en estos tiempos. Y es milagroso que, lejos de hacerse larga, uno tenga miedo a que termine cuando siente que se acerca el final, porque no quiere que acabe, porque no quiere abandonar esa experiencia.
¿Qué es exactamente Quién lo impide? Afortunadamente, no se puede decir. No es un documental, no no sólo. La ficción y la realidad, si es que hay alguna diferencia, se entremezclan a medida que avanza la historia, que a ratos incluye testimonios a cámara, a ratos historias ficticias insertadas en la vida cotidiana de sus protagonistas, y a ratos, en fin, una cosa y la contraria. Todo en un perfecto desorden, en un delicioso caos. No es habitual encontrar una película en construcción, que de alguna forma se crea y nace delante del espectador, que se cuestiona y reinventa a sí misma. Quién lo impide, en fin, es un prodigio cinematográfico.
La película, además, llega en un momento en el que la representación de los jóvenes en los medios y en el debate público en general no es demasiado amigo de los matices. Ya saben, esos jóvenes que van a botellones y son irresponsables, los que no piensan nada en el futuro y demás. Lo de siempre. Lo que dijeron de nosotros y antes de la generación de nuestros padres y de nuestros abuelos. Aquí Trueba construye un artefacto narrativo soberbio, realmente admirable. El director logra que esta película, que es portentosa, casi un milagro, una auténtica locura, parezca algo tan sencillo como poner una cámara a grabar y dejar a los jóvenes debatir sobre toda clase de temas.
Por supuesto, los méritos de este proyecto, rodado desde 2016, van mucho más allá de simplemente dejar hablar a los jóvenes, pero éste, tan aparentemente sencillo, pero tan poco frecuente hoy en día, no es el menor. Porque el director escucha a los jóvenes, nos permite asomarnos al pensamiento de esa generación a la que podas veces se escucha y tan a menudo se juzga alegremente. Y descubrimos a unos jóvenes que hablan de política, educación, amistad, feminismo, amor, la propia idea de España, su visión sobre la representación de la juventud en el cine y en los medios... Esos pasajes son fascinantes, absolutamente hipnóticos. Desde testimonios de víctimas de acoso escolar hasta preciosas declaraciones de amor ("desde que estoy con ella, también me quiero más a mí"), pasando por debates sosegados sobre ideología y activismo.
También hay fiestas, y viajes de fin de curso ("si vamos 28, volvemos 28", les dice la profesora en el autobús cuando se dispone a hacer el reparto de habitaciones), y noches en las calles, charlando de lo humano y lo divino. Y hay dramas adolescentes de amoríos y disputas. Pero, sobre todo, hay mucha honestidad y ninguna voluntad de juzgar a los chavales. Tampoco de hacerles un homenaje. Escucharlos, mostrar del modo más fiel posible su forma de ser y de estar en el mundo. Nada más. En las más de tres horas y media de la película da tiempo a reír, porque hay momentos muy divertidos, y también a emocionarse y conmoverse. Pero es, sobre todo, una experiencia, sí, porque el espectador siente que entra en ese grupo y se convierte en un testigo privilegiado de sus debates y pensamientos, sus dudas y anhelos.
La película, que se construye a sí misma y no termina realmente, o no del todo, deja un poso optimista y celebra el inconformismo de la juventud. Ha contado Jonás Trueba en algunas entrevistas que la canción de Rafael Berrio, quien aparece en un momento de la cinta, es lo más parecido a un guión que ha tenido en este proyecto. No es, desde luego, mala guía, ya que la letra capta a la perfección la esencia de esa edad en la que ya no es niño pero todavía no se es adulto. "Si tienes quince años y pretender escapar, con eso basta y sobra para hacerlo. Podrías irte antes de que estas luces de ciudad se apaguen para siempre sin remedio. Podrías cambiar tu nombre por otro que suene mejor, acabar con tu linaje de una vez por todas. Apuntarías en un cuaderno un nuevo código de honor, pero siempre en verso, nunca en prosa". Así empieza la canción.Casi nada.
Me quedaría con muchos momentos de esta película, como ese diálogo sobre el compromiso político y si vale la pena luchar, o la representación del personaje más introvertido y solitario. O todas esas escenas que reflejan la necesidad de encajar a medida que uno se construye su identidad. Quién lo impide es, en fin, una película con una honestidad y una autenticidad deslumbrante. No puedo compararlo a nada, porque no se parece a nada que haya visto. Si pudiera, diría que es el filme que más me ha cautivado desde Boyhood, mi película preferida de siempre, que también fue rodada a lo largo de varios años (12, en aquel caso), y que también tiene la virtud de resultados hipnótica mostrando pedacitos de vida, sin que haga falta que ocurra realmente nada en la pantalla, si bien son dos proyectos distintos, parecidos sólo en algunos puntos, especialmente, en su calidad. Quién lo impide, además, integra con naturalidad la pandemia, que da un final a la historia con el que, naturalmente, Trueba no podía contar cuando empezó a rodarla en 2016, pero que encaja a la perfección con el tono del filme. Ojalá sea de verdad un proyecto inacabado y podamos volver a asomarnos a este grupo de jóvenes cuando ya no lo sean tanto. De momento, nos han regalado una de las mejores películas que recuerdo haber visto. Una experiencia formidable, a contracorriente de estos tiempos acelerados.
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