La vida lenta

 

Hay cosas que sólo ocurren en la cabeza y que saben a verdad. Son pura verdad. (...) Hay historias que no existen y que, precisamente porque no existen en absoluto, existen, tenaces, en nosotros”. Este pasaje de La vida lenta, de Abdelá Taia, editada en España por Cabaret Voltaire, con traducción de Lydia Vázquez Jiménez, resume bien uno de los mayores alicientes de la novela, que nunca deja claro qué es real y qué es imaginado en esta historia, qué le ha ocurrido de verdas y qué no a su protagonista. En realidad, eso importa poco, ya que hace el libro hace un retrato bastante preciso de la Francia moderna, del shock tras los atentado de París de 2015 y del daño a la convivencia que el terrorismo y el rechazo al diferente provocan en la sociedad de aquel país.


Munir, parisino de origen marroquí, tiene un problema cotidiano con su vecina, Madame Marty, de 80 años. El hombre no soporta el ruido que hace ella. La convivencia se deteriora y la mujer termina llamando a la policía, lo que abre una situación delicada para él. Esa pequeña anécdota, esa disputa tan corriente, permite al autor abrir un mundo entero, el de las personas que, procedentes de fuera de Francia, han aprendido el idioma y se han integrado en la sociedad pero, a la hora de la verdad, nunca dejan de ser sospechosos y gente de la que desconfiar para muchos de sus vecinos.

La novela, escrita con frase corta y un estilo directo, seco, cortante, pero a la vez lírico y onírico en ocasiones, es a la vez realista, porque retrata bien la Francia traumatizada tras los atentados de 2015 en París, y también poética y muy bella, porque se sitúa en una especie de nebulosa, en la que nunca queda claro del todo qué es mentira y qué es verdad, qué vive y qué sueña Munir, qué siente y qué imagina. Por ejemplo, en lo relativo a su relación con Antoine, un policía casado al que le cuesta admitir que está enamorado de otro hombre. “La vida es más grande y más libre que todas las identidades modernas”, leemos en un pasaje del libro. 

Munir se siente incómodo, inadaptado, rechazado por la sociedad. “No soportaba más esa voz nueva en mi cabeza. Estaba todo el tiempo ahí y me decía que no valía para nada, que Francia, a fuerza de querer cultivarme, civilizarme, me había castrado”, afirma. Todo ello, mientras tiene esos problemas de convivencia con sus vecinos del edificio en el que vive, donde "los habitantes jugaban sin cansarse jamás a los señores civilizados". La vida lenta es un buen ejemplo de cómo la literatura sirve para reflexionar sobre el presente y, en este caso, sobre la integración de las personas inmigrantes en el país vecino, uno de los asuntos de más actualidad en Francia. 

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