Los espejismos de la certeza

 

A pesar de su muy modesto subtítulo ("reflexiones sobre la relación entre el cuerpo y la mente"), Los espejismos de la certeza, de Siri Hustvedt, es fascinante. En el ensayo, editado en España por Seix Barral, la autora asume desde el comienzo que todavía es mucho lo que se desconoce sobre el funcionamiento de la mente y que no está en posesión de la verdad. Una cita de Simone Weil que recoge al final de la obra resume bien esta obra: “la duda es una virtud de la inteligencia”. Concluye el libro dándole la razón a esa cita y afirmando, de hecho, que la duda es una necesidad, porque “sin ella no se produciría ninguna idea u obra de arte y, aunque a menudo incomoda, también resulta emocionante. Al fin y al cabo, es la duda bien formulada la que siempre acaba derribando los espejismos de la certeza”.


Hustvedt comienza el libro, en el que recurre a la filosofía, la literatura y la ciencia en pie de igualdad, sin perder de vista a las humanidades, citando la Primera meditación de Descartes, en la que el filósofo se pregunta si hay algo que pueda saberse con certeza. A continuación explica las distintas respuestas que le dieron personas conocidas cuando les preguntó qué es la mente. El libro incluye muchas, muchísimas preguntas. Porque sabe que formular las preguntas adecuadas es ya importante de por sí, aunque aún no tengamos las respuestas, o precisamente por eso.  ¿Son lo mismo la mente y el cerebro? ¿Por qué la psiquiatría trata el cerebro y la neurología el cerebro? 

Buena parte del libro se centra en el debate clásico que plantea si somos como somos por la naturaleza (“nature”, en inglés) y crianza (“nurture”). Es decir, si nuestro carácter, nuestra forma de ser y relacionarnos con los demás, vienen ya de serie, en nuestros genes, o proceden más bien del entorno, de las oportunidades que hayamos tenido cada uno, de la educación a la que hayamos accedido, nuestra familia, nuestro colegio, etc. La autora tiene claro que no todo se puede explicar por la naturaleza. Desdeña una teoría que dice que el cerebro está programado para determinadas actitudes y gustos, y que hay personas con “genes buenos” y otras con “genes malos”, personas más fuertes desde su nacimiento y otras más débiles. Un pensamiento que, llevado al extremo, condice a la eugenesia. En realidad,  explica, los genes dependen de su entorno celular.

En el libro leemos que ciertas lesiones en las áreas prefrontales pueden alterar la personalidad de una persona, de tal forma que se vuelva impulsiva o violenta. Las lesiones en el hipocampo pueden provocar problemas graves de memoria. Pero unos individuos pueden tener lesiones en apariencia idénticas y presentar síntomas diferentes. Es un misterio. Como tantos otros. Por eso, la autora se muestra muy crítica con la simplificación que la prensa y algunas obras de divulgación hacen con las investigaciones científicas, que provocan que muchos lectores digieran verdades a medias como si fueran completas. Cuestiona , por ejemplo, que Pinker presente en su libro teorías como verdades absolutas. 

La autora recuerda que los científicos han sido incapaces de establecer un vínculo entre la testosterona y los comportamientos agresivos de algunos seres humanos y recurre a los falsos embarazos o al efecto placebo como pruebas de cómo la realidad de las ideas altera los cuerpos.  Es cierto que el cerebro de la mujer suele ser más pequeño que el del hombre, pero eso no significa, como han dicho no pocas personas, que ellas sean de media menos inteligentes. El clásico menosprecio de parte de la ciencia y de la sociedad hacia las mujeres tiene también en esta obra un espacio destacado. Habla de prejuicios y de cómo, con frecuencia, hay quien quiere encontrar supuestas razones científicas para justificar su machismo. Menciona un estudio en el que los participantes debían lanzar bombas en un videojuego interactivo. Los hombres lanzaban más bombas cuando sabían que los estaban mirando, mientras que las mujeres tiraban más bombas cuando creían que no las observaban.

Hustvedt cuestiona esa creencia de que la mente es un ordenador. Por ejemplo, parece ser que el córtex visual recibe estímulos no sólo visuales, sino también auditivos. Es decir, lo que oímos afecta a lo que vemos. No hay una estructura modular en el cerebro, una parte dedicada en exclusiva a la visión. Hay grandes partes del cerebro cuya función es en gran medida indeterminada, explica la autora citando a Alan Turing.

También afirma que, pese a lo que vemos en películas o leemos en los periódicos, la inteligencia artificial ha ido encontrándose en un callejón sin salida tras otro. Cita a Dreyfus, quien considera que la inteligencia artificial ha fracasado porque la mente no es un ordenador que realiza operaciones algorítmicas y, por muchas reglas y datos que se introduzcan en la máquina, no se despertará y se volverá como nosotros, porque no es así cómo funciona la mente humana. Tenemos habilidades sensoriales y motoras muy desarrolladas que no parecen depender de conceptos o símbolos. “El razonamiento no es un estado puro de cálculo lógico, sino uno que se mezcla con la emoción”, afirma. 

La autora cuenta que sería absurdo no reconocer la influencia que tienen los acontecimientos emocionales en el trabajo de una persona y en cómo lo realiza. También explora la relación de la empatía con las neuronas espejo: si veo que tocan a alguien, el córtex somatosensorial de mi cerebro se activa del mismo modo que cuando me tocan a mí. Termina reconociendo que todavía es una extraña para sí misma. “‘Mis propios puntos de vista han sido y son objeto de continua revisión a medida que leo y pienso más acerca de las cuestiones que me interesan”. (...) “Me pregunto cómo es que la gente está tan segura de todo”. Los espejismos de la certeza, en fin, es un libro extraordinario que invita a dudar, es decir, a pensar. Una obra fascinante. 

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