París era una fiesta

 

Las ciudades, igual que todo lo demás, existen como las contamos o las recordamos, no como son en realidad. Porque no hay una realidad y una ficción, porque todo es ficción a su manera y las ciudades, mucho más. París, la musa de miles de artistas a lo largo de la historia, la ciudad más bella del mundo, existe en las narraciones que se hacen de ella. Puede que París nunca fuera como la describe Hemingway y puede que hoy no sea como la vemos los que adoramos la ciudad. Pero tampoco importa demasiado, porque la esencia de las ciudades está en las historias que nos contamos sobre ellas. Y la historia parisina de Hemingway en París era una fiesta es fascinante. “París no volvería nunca a ser igual, aunque seguía siendo París, y uno cambiaba a medida que cambiada la ciudad”, escribe, certero, preciso, algo melancólico, ya al final de la obra.


Con su estilo habitual, sus descripciones impecables, sus hipnóticos encadenados de frases y su precisión narrativa, Hemingway rememora sus tiempos jóvenes en París, "en los primeros tiempos, cuando éramos muy pobres y muy felices". En estas páginas, el autor estadounidense utiliza los cafés parisinos como oficina. Con estrecheces económicas, pero disfrutando mucho de la vida, Hemingway habla de sus vivencias en París y de los escritores y artistas que trató entonces. También habla de literatura, que es su obsesión, lo que le mueve a diario. En una conversación que transcribe, o que reconstruye según su memoria, siempre tan tramposa, Hemingway se muestra contándole a su interlocutor que pretende "escribir de modo que lo mío cale sin que el que lee se dé cuenta, y así, cuanto más lea, más calará”.

Cala, vaya si cala lo que escribe Hemingway. No extraña que Vilas-Matas cuente que no hubiera sido escritor de no ser por el autor estadounidense. De hecho, su París no se acaba nunca, también muy recomendable, es en gran medida un tributo a Hemingway, el relato de la juventud del novelista catalán, siguiendo los pasos del autor de El viejo y el mar. El libro de memorias parisinas del escritor estadounidense es evocador e inspirador, absolutamente fascinante. 

De su mano entramos en la librería Shakespeare and Company, visita obligada siempre en París, donde el autor conoce a Sylvia Beach, de quien dice que "nadie me ha ofrecido nunca más bondad que ella". También visitamos los puestos de libros frente la Sena y, por supuesto, renovamos nuestro amor por París. 

Entre los nombres propios que aparecen en el libro, Hemingway habla de Gertrude Stein, con quien acabó mal, y de la que escribe que "se peleó con todos los que la queríamos excepto con Juan Gris, y con éste no pudo pelearse porque se había muerto". También escribe sobre Scott Fitzgerald, quien le elogia mucho, lo que le da pie a escribir estas líneas: "hasta entonces, la idea que yo tenía de mi grandeza como escritor es que era un secreto muy bien guardado entre mi mujer y yo y esas pocas personas con las que se puede hablar". Hemingway retrata al autor de El gran Gatsby como alguien más bien neurótico, atormentado, alcoholizado e hipocondríaco, superado por su relación con Zelda. Tras un pequeño viaje con él escribe esta breve y sabia lección: "nunca salgas de viaje con alguien a quien no amas". 

El tiempo que recuerda Hemingway era un tiempo feliz, pese a sus penurias económicas, y en este libro consigue trasmitir esa ilusión juvenil, cuando todo parece posible. El autor nos regala ciertos pasajes memorables, como este, en el que él y su esposa de entonces son conscientes de la inmensa suerte que tienen y desean conservarla siempre.Para tocar madera golpeamos los dos en la mesa, y el camarero vino a preguntar qué queríamos. Pero lo que queríamos no podía dárnoslo ni él ni nadie, ni aparecía golpeando en mesas de madera o en veladores de mármol, que es lo que aquello era en realidad. Pero no lo sabíamos entonces y nos sentíamos muy felices”.

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