Conclusiones de las elecciones estadounidenses

 

Llevamos una semana hablando de Wisconsin, Georgia y Pensilvania como si habláramos de Almería, Toledo o Albacete. Puede que la geografía que estamos aprendiendo sea lo único bueno que sacaremos de las elecciones estadounidenses, que nos dejan unas cuantas conclusiones y casi todas malas. Más allá de que el ganador claro de las elecciones ha sido Biden, y más allá de cómo concluyan los recursos judiciales, es muy relevante lo que ha pasado desde el martes en Estados Unidos y convendría que todos tomáramos nota. Todos los que creemos en la democracia, al menos.


La primera conclusión, al hilo de ese cursillo acelerado de la geografía estadounidense, es que en España no tenemos término medio a la hora de hablar de Estados Unidos. Como con tantos otros temas, parece que sólo hubiera dos opciones: mirar a aquel país con absoluta fascinación o con un desdén inmenso, como si no fueran posibles los matices. Unos, los que veneran aquel país, no tienen nada que decir ante el engendro que ha sido presidente allí los últimos cuatros años e, incluso ahora que el presidente Trump niega legitimidad al sistema electoral estadounidense, es decir, a la democracia estadounidense, siguen sin ver nada roto en su admirado país. Otros miran Estados Unidos con desprecio manifiesto y sin ánimo de entender nada de lo que allí sucede. Debe de existir, también en esto, un término medio entre adorar, y sobre todo consumir, todo lo que llega del otro lado del Atlántico, sin pararse a pensar en lo que puede funcionar mal allí, y menospreciar (aunque sin dejar de consumir, claro) todo lo procedente de Estados Unidos, sin concederles méritos o aciertos.

La realidad, creo, es que Estados Unidos tiene aspectos admirables y otros terribles, como tantos otros países. También en sus sistema político. Es muy razonable, por ejemplo, la limitación a dos mandatos presidenciales, o las elecciones de mitad de mandato, que permite un equilibrio de fuerzas e invita al diálogo y al consenso. Igual que parece difícil de entender que en el año 2020 el llamado país más poderoso del mundo tarde tanto tiempo en contar los votos. Algo no debe marchar bien cuando seguimos sin saber quién será el próximo presidente de Estados Unidos. 

Más allá de estas consideraciones generales, lo más impactante de todo lo que estamos viviendo desde el martes es la actitud de Donald Trump. Nunca antes un presidente estadounidense negó desde la Casa Blanca la legitimidad de la democracia de aquel país. Jamás alguien habló de forma tan frívola e irresponsable de "fraude electoral", ante un asombroso silencio del resto de países, por cierto, esos que no tardan ni medio minuto en censurar los tics antidemocráticos de otros gobiernos. Por mucho que estemos acostumbrados a Trump y sus disparates, esto supera todos los límites. Es un señor que se niega a aceptar los resultados electorales y resulta que ese señor es el presidente de EEUU. Se inventa fraude. Habla de votos legales e ilegales. No da pruebas de sus acusaciones, porque no las tiene. Y pide dejar de contar los votos, nada menos. Es gravísimo, sobre todo, porque a este tipo le han votado más de 60 millones de personas. 

Ante el resultado de Trump, mejor que el que obtuvo en 2016 en cuanto al número de votos, ha surgido una corriente de pensamiento, por decirlo de alguna manera, que se dedica a ridiculizar a quienes no entendemos que haya tantas personas que voten a un tipo machista, racista, negacionista del cambio climático y del coronavirus, entre otras lindezas. Nos echan en cara que hacemos balances con brocha gorda y que no comprendemos a los votantes de Trump. Ay. Pues claro que no entendemos nada de las motivaciones de los votos ni conocemos a la sociedad estadounidense. Naturalmente que se nos escapan muchos aspectos. Por supuesto que no todos los votantes de Trump son unos patanes analfabetos, naturalmente que no. Pero son igualmente responsables de qué clase de políticas están apoyando con su voto y, quizá, así a lo loco, algún votante de Trump igual sí es un poquito racista. 

Por cierto, en las manifestaciones de los simpatizantes de Trump hay mayoría de personas sin mascarillas. A lo mejor los bienpensantes que dicen que no entendemos nada los que criticamos a Trump y sus disparates tampoco les parece bien que critiquemos el negacionismo del Covid-19. Porque también eso lo han convertido en una cuestión política en Estados Unidos y para los seguidores de Trump, llevar mascarilla es parecer, oh dios mío, un malvado izquierdista que cree en la ciencia y quiere protegerse y proteger a los demás del coronavirus.

Votamos por las razones más peregrinas. En Estados Unidos y en España. Pues claro. La democracia también es eso. Lo ideal sería que todo el mundo razonara su voto y se leyera los programas, pero no siempre sucede. Por lo general, tomamos lo que nos interesa y habrá quien encuentre en el discurso de Trump algo que valga la pena y que le permita olvidarse de su discurso del odio. Pero no por eso deja de estar haciendo un discurso del odio ni por eso es menos peligroso para la democracia. No sirven las explicaciones de los perdedores de la globalización que se echan en brazos de Trump. Lo siento, pero no. Este señor alimenta una polarización extrema y niega el propio concepto de democracia. Se dedica a mentir y sabe que muchos ciudadanos seguirán sus mentiras. El resultado es una sociedad más dividida y enfrentada, que ve al que piensa y vota diferente como a un rival irreconciliable. 

Ante ello, es interesante el rol de los medios de comunicación. Varios canales de televisión interrumpieron el último discurso de Trump por sus mentiras sin pruebas sobre el inexistente fraude electoral. Quizá mejor que interrumpir lo ideas es poner en contexto sus palabras y explicar sus mentiras al final del discurso, pero sin duda los medios no pueden ser meros altavoces de discursos del odio y de mentiras manifiestas. Eso también es periodismo. Lo que está pasando en Estados Unidos es una gigantesca luz roja de alarma que haríamos mal en no ver desde Europa. Es la prueba de hasta qué punto puede deteriorarse una sociedad cuando se normalizan determinados discursos radicales, extremistas y excluyentes. 

No, no es un juego, ni un reality show ni la realidad alternativa de Twitter, es la vida real y destroza las sociedades democráticas de verdad. Si nos apeamos de las visiones reduccionistas de Estados Unidos, de estas elecciones debemos extraer conclusiones vitales para la propia supervivencia de la democracia. ¿Y si mañana Le Pen hace lo mismo en Francia? No, no hay que restar importancia a la gravedad de lo que sucede en Estados Unidos. Es una pena que muchos de los que ven con rapidez y sin un ápice de duda los golpes a la democracia un poco más al sur en América estén tan callados ante este autoritarismo de Trump. 

Entre tanta anomalía democrática, ilusiona, aunque sólo sea un poco, el discurso conciliador de Biden. Ojalá cunda el ejemplo. Ojalá la polarización disminuya. Lo dudo, pero lo deseo. En cualquier caso, siempre nos quedará la geografía que hemos aprendido estos días. Siempre nos quedará Maricopa.

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