Sin móvil


Entre los dramas del primer mundo por los que bien podrían abofetearnos quienes sufren problemas serios de verdad ocupa un lugar destacado el espanto que provoca que, de repente, se te rompa el móvil. No digamos ya si ese móvil es un iPhone, ese oscuro objeto de deseo del que tanto has alardeado y que de un modo tan apasionado has defendido ante los descreídos de la empresa de la manzana. Un segundo estás mandando mensajes de WhatsApp, revisando el correo o tomando notas y al instante siguiente, se acabó, adiós muy buenas. Tras la desesperación inicial (¡qué horror!, ¿pero por qué tiene que pasarme esto a mí?), llega un pensamiento fugaz. ¿Y qué? ¿Cómo es posible que dependamos tanto de un cacharro que hace no tanto tiempo literalmente no existía? ¿Cómo puede ser que tengamos toda nuestra vida en el móvil, desde la aplicación bancaria hasta el correo electrónico, pasando por toda clase de aplicaciones? 

Reconozcámoslo, muy posiblemente ese pensamiento durará poco, exactamente, hasta que el móvil esté arreglado o hasta que tengamos uno nuevo, si la avería no tiene solución. Hay algo de despecho ahí. Una actitud algo infantil. Un “no me dejas tú, te dejo yo” de manual. Aunque nada deseamos más que vuelva. Pero, ¿y si ese pensamiento durara un poco más? ¿Y si se quedara incluso para siempre? Igual que en las películas románticas tras un desengaño amoroso el protagonista no ve más que parejas felices alrededor, cuando se te rompe el móvil, mires por donde mires, sólo ves gente pegada a su teléfono, hablando, viendo vídeos, escribiendo... Todos hipnotizados con la pantallita sin la que tú te has quedado de golpe. Pero el mundo sigue girando. Es una manera un poco simplista de ver el problema, desde luego, pero qué queréis, ayuda en estos momentos. 

Es verdad que el móvil no es un aparato para hablar por teléfono, que algunos es casi lo que menos hacemos. Es despertador, radio, televisión, diccionario, traductor, reproductor de música, periódico, oficina bancaria, supermercado, cámara fotográfica, taquilla de cine, agencia de viajes, taquilla de trenes, aviones y buses... Todo a la vez. Y, de pronto, caes en la cuenta de que dependes de ese cacharro para casi todo. No porque exista una malvada conspiración mundial, ni porque nadie te haya obligado con malas artes a ello. Hemos volcado nuestra vida entera en el móvil porque hemos querido, porque nos resulta cómodo, porque así lo hemos decidido. Y lo peor de todo es que así lo volveremos a hacer en cuanto se resuelva ese problema que tiene el móvil bloqueado. 

Sin embargo, mientras eso llega (¡y que sea pronto, por favor!) sí pienso en esa dependencia del móvil para casi todo, cuando en realidad no pasa casi nada por no tenerlo. Nada esencial, me refiero. Sí, ahora hay que buscar una parada de taxi si quieres tomar uno, en vez de pedirlo por una app. Y para ver Twitter o escribir el blog necesitas conectarte al ordenador. Y para tomar notas tienes que usar papel y boli, o algo así. Todas esas comodidades, en fin, se esfuman de golpe. Es entonces, fugazmente, apenas un instante, mientras te dura el cabreo, cuando piensas que esas comodidades, que lo son, llevan también aparejadas ciertas ataduras, mayores o menores en función del uso que cada cual hagamos del móvil. Por no hablar de la atención que te roba el móvil. 

Además, por supuesto, no recuerdas el número de teléfono de ningún amigo, porque claro, todo está guardado en el móvil, ahora no sabes bien si tienes copia de seguridad, si perderás todos esos contactos. Es divertido porque cuando nos quedamos sin móvil enseguida nos sale el instinto de avisar a nuestras personas de confianza, como cuando nos pasa algo malo y necesitamos que nuestra gente lo sepa de inmediato. Pero, a la vez, ese temor a estar perdiéndose noticias y mensajes va diluyéndose. Y queda una sensación similar a la que se siente en un país lejano sin roaming en el que estás desconectado de todo hasta que te conectas a la red wifi del hotel, para dar fe de vida a los tuyos, y poco más. Esa sensación maravillosa de no estar perdiéndose nada, sino más bien de todo lo contrario, de estar ganando en calma y serenidad, de estar alejándose un poco de esa inmediatez en la que estamos instalados, de ese doble check del WhatsApp, de la última notificación, de la penúltima noticia de impacto, de la hiperconexión un tanto enfermiza. 

En honor a la verdad, luego recuerdas que necesitas el móvil para enviar ciertos contenidos a la tele a través del Chromecast  (otra dependencia más). Eurosport para ver el ciclismo, pongamos por caso. O recuerdas de golpe ese mensaje que enviaste a una buena amiga y que no podrá tener respuesta por tu parte (porque no tienes instalado WhastsApp en el ordenador, claro, para qué). Te hartas de leer artículos de Internet en los que buscas solución al problema de tu móvil como quien busca un remedio desesperado a todos sus males. Pero bueno, de nuevo, nada es tan grave. Y recuerdas, ya  a lo loco, esos veranos de la infancia en el pueblo, sin teléfono fijo (no digamos ya móvil) en casa. Con la cabina como único modo de contactar. No es que añore esos tiempos, lo que añoro más bien son los tiempos de hace 24 horas, cuando mi móvil funcionaba perfectamente, pero sí me resulta inevitable pensar cuánto ha cambiado nuestra forma de comunicarnos en tan poco tiempo. Y no siempre para mejor. En esa paradoja, en esa inmensa contradicción, vivimos. ¿Somos conscientes de la dependencia que tenemos del móvil? Sí. ¿Queremos hacer algo para cambiarlo? Cuando me arreglen mi iPhone, lo respondo, aunque intuyo la respuesta. 

Comentarios