Lo que esta vuelta al cole dice de nosotros como sociedad

 

Si algo espero haber aprendido de esta crisis es a huir del politiqueo que todo lo intoxica, a no caer en el error de intentar plantear con soberbia soluciones simples a problemas complejos y a no opinar sobre lo que no sé, como por ejemplo, de epidemiología, eso de lo que ahora parece que todos somos expertos. No es, por tanto, ni el agotador politiqueo ni el insufrible cuñadismo de creerme en posesión de la verdad lo que me mueve a escribir sobre el regreso a las aulas. Sé que es una cuestión complicada. Claro que lo es. Mucho. Es obvio que no es sólo un asunto sanitario, siendo el criterio sanitario el que más se debe tener en cuenta en mitad de la mayor pandemia del último siglo. Es también, y de qué manera, una cuestión social de primer orden. Está claro que no existen las soluciones mágicas ni el riesgo cero. Por supuesto que los responsables políticos que tengan que decidir sobre los protocolos a seguir tienen ante sí un trabajo muy delicado. A mí no me gustaría estar en su puesto. Partiendo de esa base, me cuesta mucho comprender lo que está ocurriendo o, mejor dicho, lo que no está ocurriendo con la educación en España.  


Que el curso escolar comienza en septiembre es algo que no puede pillar a nadie desprevenido. En marzo, cuando se decretó el estado de alarma y el confinamiento, nadie estaba preparado para lo que venía. Las escuelas se adaptaron como pudieron, apoyándose sobre todo en la dedicación de los profesores y en la capacidad de desdoblarse de los padres y madres, que tuvieron que compaginar el teletrabajo (los que tuvieron la suerte de poder trabajar a distancia) con la atención de sus hijos. También para los pequeños fue complicado. Fue una situación excepcional y se entiende que entonces hubiera improvisación. Ya entonces, desde el minuto uno, esta situación agravaba las desigualdades. No todos los menores tenían ordenador e Internet en casa. No todos los padres pudieron quedarse en casa con sus pequeños. No todos tenían una habitación para ellos solos para hacer los deberes. Y, entre los que pudieron, no todos contaron con la misma flexibilidad y comprensión en sus empresas. Tampoco todos los colegios tenían los mismos recursos ni la misma capacidad de adaptarse a la situación. Fue, en definitiva, un curso extraño, el más extraño de la historia reciente. No fue lo deseable para nadie. Simplemente, se hizo lo mejor que se supo, se reaccionó como buenamente se pudo ante una crisis sobrevenida.

Han pasado cinco meses desde que se decretó el estado de alarma. Hoy ya no podemos hablar de sorpresa. Sabemos que el virus estará entre nosotros mucho tiempo. Sabíamos desde el principio que esta crisis podía alargarse y que era necesario preparar un regreso seguro a las aulas, con todas las alternativas posibles listas para septiembre. Posiblemente no sea así y me falta información, pero tengo la sensación de que ninguna administración pública (ni gobierno central ni autonómicos) ha hecho estos últimos meses gran cosa para asegurar este retorno seguro a las clases. Las competencias en materia de Educación están transferidas a las Comunidades Autónomas. Nos puede parecer mal, bien o regular, pero es así. 

Al margen de las batallas políticas y los líos competenciales, el protocolo que elaboró el Ministerio de Educación, como guía para las distintas administraciones autonómicas, no era realista ni viable, dada la situación de la inmensa mayoría de los colegios. Y, desde luego, se hizo en un momento en el que la extensión del virus era distinto al actual. Insisto, sin politiqueos, ninguna administración parece tener como prioridad absoluta la educación. Es desolador. Hay más discursos bienintencionados y grandilocuentes que planes reales. La preocupación entre los profesores y los padres es lógica. No es tolerable que a falta de dos semanas del inicio del curso nadie sepa a ciencia cierta qué va a ocurrir. Evidentemente, todo dependerá de la evolución del virus, pero es muy irresponsable no tener previsto un plan B por si la vuelta presencial no es una opción.

¿Se han comprado ordenadores para que los niños de las familias sin recursos puedan seguir las clases a distancia? ¿Se ha aprobado algún tipo de protocolo en las rutas escolares? ¿Qué hay del servicio de comedor? ¿Se ha contratado a más personal en los colegios? ¿Se ha contemplado qué ocurrirá si los padres deben quedarse con sus hijos en casa? Más da la sensación de que se ha dejado todo a la improvisación, con la esperanza de que el virus fuera perdiendo fuerza en verano. No ha ocurrido. Al margen de cuáles sean las razones, todos los expertos coinciden en señalar que la situación epidemiológica es hoy peor que cuando terminó el curso anterior. 

Dado que ya conocemos más sobre el virus y puesto que todos hemos visto lo ocurrido con la educación a distancia a partir de marzo, no es fácil entender esta dejadez generalizada con la educación. No deberían llegar situaciones así de dramáticas para tener claro que la educación, igual que la sanidad, es una prioridad absoluta como sociedad, pero es en estos momentos cuando se mide nuestro grado de compromiso con la educación. Y las conclusiones son bastante descorazonadoras. Hablo de los gobernantes y hablo de la sociedad. Parecíamos más preocupados por la reapertura de las terrazas o por la vuelta al fútbol (esa sabatina rueda de prensa presidencial para calmar al pueblo y anunciar el retorno de los partidos) que por el regreso a las aulas.

Para empezar, no se comprende por qué no se han habilitado espacios públicos para intentar facilitar el regreso seguro a las aulas garantizando las distancias de seguridad. Para muchos colegios, la inmensa mayoría, no es viable mantener la distancia de 1,5 metros. No lo es, desde luego, con la ratio de alumnos por aula actual, ni con el espacio físico del que disponen esos centros. Pero ante esta realidad la opción razonable no es darse contra la pared y dejar que pase el tiempo a ver si esto se arregla, sino buscar soluciones. Buscarlas en junio o antes, claro, no a finales de agosto ya. Por ejemplo, habilitar centros culturales, bibliotecas o cualquier edificio público que pudiera servir para impartir clases. Desde luego, contratar a más personal. Cualquier medida que se tome requiere recursos. Estamos en una situación económica desoladora, cierto. Pero no hay nada más importante en lo que invertir el dinero que la educación y la sanidad. Costará dinero, claro. Para eso pagamos impuestos.

Comprendo que las autoridades políticas digan que la vuelta presencial a las aulas es prioritaria. Así debe ser, pero no acompañan esa declaración de intenciones de un plan realista. Claro que es prioritario. Por supuesto que es clave para reducir las desigualdades y para fomentar las relaciones interpersonales, tan importantes a esas edades. Pero para que se produzca hay que intentar poner en marcha todas las medidas posibles. ¿Se está haciendo? Las ratios no se reducen sin contratar personal. Y para saber eso no había falta llegar a las puertas de septiembre. Por supuesto, hay un factor que no se puede controlar, el virus. Es evidente que la realidad es muy compleja, que es un virus que en muchos casos no presenta síntomas, lo que hace más difícil contener el virus. Todo eso es cierto. Pero, sabiendo como sabemos que se parte de una situación muy delicada, ¿estamos haciendo todo lo que está en nuestras manos para intentar preservar la educación lo máximo posible?                                                                                                      
Ojalá me equivoque y sea sólo que me falta información, pero creo que el gran plan de los responsables políticos para la vuelta a las clases era dejarlo todo al azar, apostarlo todo a que el virus remitiría en verano. Patada para delante al balón. Dice mucho y muy malo de nosotros como sociedad que no tengamos como prioridad absoluta garantizar el regreso seguro a las aulas, que la educación no esté en el centro del debate público. Sólo se habla de educación para alimentar la agotadora bronca partidista. Esta crisis del coronavirus ha dejado claro que los recortes en sanidad se pagan. Lo mismo sucede con la educación. 

Nada hay más importante para el presente y, sobre todo, para el futuro de una sociedad que la educación. Pero apenas hablamos de las escuelas estos últimos meses. No se trata de demonizar a nadie ni de hacer discursos demagógicos, pero ojalá hubiéramos hablado de la educación tanto como lo hemos hecho de locales de ocio y del turismo. Insisto, no se trata de señalar a nadie. Los efectos económicos de esta crisis son devastadores para todos y es lógico y deseable que las autoridades ayuden a tantos negocios que lo están pasando mal. Pero la educación debe ser la obsesión de las autoridades y de la sociedad. No puede ser de otra forma. No parece que estemos en esas, o sólo un poco, ahora que se acerca la vuelta al cole. Si es verdad que es en los peores momentos cuando se ve la verdadera valía de las personas (y de las sociedades), estamos saliendo bastante mal retratados en la foto. Qué pena.

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