Black lives matter

2020 será recordado como el año del coronavirus, pero también como el año de las protestas contra el racismo, tras la muerte de George Floyd, la última víctima afroamericana del abuso policial en Estados Unidos. Las manifestaciones, en su inmensa mayoría pacíficas y justas, se han extendido por todo el país y también por otras ciudades del mundo, como Londres o París. No es el primer caso de abuso policial contra un ciudadano negro en Estados Unidos, ni mucho menos, pero este crimen ha despertado una oleada de rabia y protestas sin precedentes en décadas. Su muerte se ha convertido en un símbolo y ha sacado a la calle a miles de personas para clamar contra el racismo sistémico en aquel país.



Lo primero que uno piensa al ver lo que está ocurriendo en la primera potencia económica del mundo es que resulta desesperante y difícil de creer ver cómo el racismo sigue plenamente vigente en Estados Unidos. Pero es así. Además, en la presidencia hay un señor abiertamente xenófobo que, lejos de prometer cambios en la policía estadounidenses o esfuerzos desde la Casa Blanca para combatir el racismo, ha decidido criminalizar estas protestas y pedir ley y orden, como si la eliminación de la segregación racial no estuviera en la ley, como si no fueran justas y urgentes las reclamaciones de estos ciudadanos, como si el orden fuera posible cuando quienes tienen que aplicar la ley cometen injusticias y abusos. 

Es terrible que al frente de este crisis haya un tipo como Trump, que ordenó desalojar la explanada frente a la Casa Blanca para hacerse una foto, biblia en mano, en una iglesia de Washington. Trump pretende apagar un incendio con gasolina o, peor aún, pretende avivar ese incendio y multiplicar la polarización política en su país. Él es hijo del odio y de la polarización, de los discursos simplistas y peligrosos del "ellos contra nosotros". Y, lejos de buscar la justicia social con una parte de su población históricamente maltratada y discriminada, pretende aprovecharse de sus revueltas para presentarse como el héroe de la América blanca, de la biblia, la ley y el orden. 

Naturalmente, es espantoso tener a un racista en la presidencia estadounidense, pero quizá hay que ir un poco más allá. Es inevitable pensar en lo frustrante que resulta que nada haya cambiado sustancialmente en la discriminación a la población negra en Estados Unidos tras ocho años de presidencia de Barack Obama. Algo habrá fallado, algo se habrá hecho mal para que el histórico ascenso de un afroamericano a la Casa Blanca no haya cambiado nada en la estructura de discriminación y abuso contra los negros. Se me escapan las razones por las que ha ocurrido esto, pero parece claro que el poder simbólico de la presidencia de Obama no se tradujo en cambios reales en la vida de las personas que sufren a diario el racismo estructural en Estados Unidos. El trauma racial de ese país sigue intacto, la herida continúa abierta. 

Puede que una de las razones por las que nada cambie, o incluso por momentos parezca ir a peor, sea el hecho de que la población blanca va a dejar de ser mayoría en Estados Unidos y hay una parte de esa población que se niega a aceptar que su país cambia, como cambia el mundo. Trump y los movimientos extremistas y retrógrados que le imitan tienen mucho que ver con eso. Deben su propia existencia como políticos, irreal e increíble hace sólo unos años, a la forma obscena en la que explotan en su propio beneficio los instintos más bajos, los miedos y los odios más primitivos. En Estados Unidos se impuso hace años el fin de la segregación racial por ley, pero no llegó a ser una convicción para buena parte de la población, que todavía asocia a los negros con la criminalidad. Entre esos estadounidenses está su hoy presidente. 

Desde España asistimos con perplejidad a la permanencia del racismo en aquel país, pero a veces olvidamos que aquí también hay xenofobia. No tan estructural ni con raíces tan profundas como en Estados Unidos, por el origen esclavista del país, pero existe. Que se lo pregunten si no a los gitanos o a las personas sudamericanas o a los inmigrantes subsaharianos que vienen a España buscando una vida mejor. Naturalmente que hay racismo en España. Está, desde luego, en el discurso antiinmigración de la extrema derecha y está en la reacción en las redes sociales de ciertas personas a las revueltas raciales en Estados Unidos. 

Hay personas que, o directamente son racistas, o simplemente son fanáticas y, por tanto, consideran que la reivindicación justa de acabar con el racismo es de izquierdas, no ven en ello una cuestión elemental de derechos humanos, sino una causa de izquierdas y, por tanto, automáticamente se ponen en contra. Y dicen, por ejemplo, que ellos no se arrodillan ante nadie, sólo ante dios (ya ves tú), para ridiculizar el símbolo de las protestas. Están en modo guerra cultural y ven el mundo polarizado, ellos y nosotros. Y lo que es peor es que deciden que la justa defensa de la igualdad independientemente del color de la piel es de los otros. 

Estas mismas personas han compartido con gran entusiasmo el vídeo de una ciudadana estadounidense crítica con el movimiento Black Lives Matter (las vidas negras importan) porque, dice, también hay muchos crímenes cometidos por afroamericanos contra afroamericanos, por lo que el problema, dice, no es de racismo sino de violencia. Como si no pudiera haber dos problemas a la vez. Como si se excluyeran. Como si no hubiera condiciones estructurales de desigualdad que afectan a los negros. Es un argumento que suena a eso de que la violencia machista no existe, sólo existe la violencia. Alpiste ideológico para quienes se niegan a aceptar que estamos en el 2020 y el mundo cambia. Y mucho más que debería cambiar. 

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