Ayer no termina nunca

Si algo no se le puede negar a Isabel Coixet es que concibe su trabajo de forma libérrima. Ajena a modas, sin concesiones, sus películas son de esas que, como dice el tópico, rara vez dejan a alguien indiferente. Todas ellas son muy personales, proceden de una libertad creadora desaforada, que no entiende de medias tintas ni de convencionalismos, que se atreve y no se guarda nada. Hay cintas suyas que me entusiasman más que otras, por supuesto, pero incluso en las que menos me convencen aprecio esa muy estimulante libertad, que debería ser común y muy habitual, pero que no lo es tanto, en absoluto. En las películas de Isabel Coixet se aprecia siempre honestidad y fidelidad a la historia que quiere contar de la forma en la que quiere hacerlo. Y se agradece


A la espera de los estrenos y de poder volver a los cines, ya abiertos para alegría de los que tanto hemos echado de menos las salas, las plataformas nos siguen ofreciendo la oportunidad de acercarnos a películas que, por alguna razón, no vimos en su día en el cine. Esta vez fue el turno de Ayer no termina nunca, estrenada por Isabel Coixet en 2013 y ambientada en un 2017 en el que la directora imaginaba una España que arrastraba los efectos de la crisis financiera de 2008, con una estética algo posapocalíptica, incluso

La película, que se puede ver en Netflix, posa una mirada crítica sobre la sociedad y algunos de sus mecanismos. Es muy contundente, por ejemplo, una escena en la que uno de los protagonistas circula en coche por delante de una persona que rebusca en un contenedor mientras en la radio se informa del próximo fichaje millonario del Barça. Hay algo de crítica social, de reflexión sobre los efectos de la crisis de 2008. Es algo que, ahora que nos asomamos a una próxima crisis, aumenta el interés del filme en nuestros días. Pero no es esa clase de dolor ni es ese tipo de desgarro el leitmotiv de la película, sino más bien su escenario, su telón de fondo. 

La crisis económica está ahí, pero lo trascendente de verdad es el dolor de la pérdida de un hijo, esa herida imposible de cicatrizar, ese drama que afrontan de un modo diametralmente opuesto los dos protagonistas. La madre (inmensa Candela Peña) no ha superado la pérdida de su hijo, su vida gira en torno al dolor y a la culpa, al remordimiento, a la rabia. No puede dejar de preguntarse qué habría pasado si en el hospital hubieran atendido antes a su pequeño. Su dolor personal se entrelaza, pues, con un activismo contra los recortes en la Sanidad, con una actitud ante la vida y ante la política. El padre (inmenso también Javier Cámara) ha cambiado de vida, reside en Alemania, y se enfrenta al dolor de la pérdida, naturalmente presente, de otra forma muy diferente. 

La película prácticamente transcurre en un solo escenario, el cementerio donde está enterrado su hijo. Hace cinco años que no se ven. Y empiezan a hablar.  De todo. Del pasado juntos. De la situación del país. De sus respectivas vidas. De sus heridas no cerradas. De la culpa. Es una conversión dura, muy intensa, de una enorme carga emocional. Hay momentos en los que el espectador empatiza más con ella y su dolor, en el que se cobija, del que se niega a deshacerse, y otros en los que entiende más al padre, a su forma de intentar aferrarse a la vida y sus ilusiones, de buscar cicatrizar la herida del mejor modo posible, del menos doloroso. Hay reproches y ataques, pero también comprensión, rescoldos de la intimidad que compartieron, confianza mutua al lado de recelos. Es una cinta dura y exigente para el espectador, no es la más indicada para levantar el ánimo, precisamente, pero es una atrevida, honesta y desgarradora aproximación a la muerte y, por tanto, a la propia condición humana. 

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