A propósito de nada

Uno de los mayores riesgos de las autobiografías es que el autor se dé demasiada importancia a sí mismo y se trate con demasiada benevolencia. Woody Allen no sólo no cae en ese riesgo en sus memorias, sino que se dedica a atacarse a sí mismo, a machacarse, a combatir lo que él considera el malentendido de su fama, ya desde el mismo título del libro: A propósito de nada. Uno lee el libro, absolutamente fascinado, como si escuchara una voz en off de sus películas. Si reírse de uno mismo es uno de los mayores rasgos de inteligencia, el cineasta estadounidense vuelve a dejar claro aquí su desbordante inteligencia. La obra, editada en España por Alianza, contiene una irrefrenable sucesión frases ingeniosas e irónicas en las que Woody Allen busca desmitificarse y, claro, consigue justo lo contrario.


Un poco igual que el comienzo de Manhattan, en el que se rehace una y otra vez la frase inicial, aquí el autor de una filmografía inmortal, de tantas joyas cinematográficas, va y viene. Cuenta algo, se entretiene con una anécdota que le sale al paso, para volver luego a lo que estaba diciendo, y perderse de nuevo un poco más adelante. Ese desorden, ese maravilloso caos narrativo, por supuesto, sin capítulos ni nada que se le parezca, es curiosamente uno de los puntos fuertes del libro. No es una autobiografía canónica, no podía serlo, no divide sus páginas en capítulos sobre distintas cuestiones de su cine, ni hace grandes análisis de sus películas. Lo contrario habría sido decepcionante, en realidad. Es un caos, sí, afortunadamente. 

La portada del libro se asemeja a los créditos de sus películas, con letra blanca sobre negro, y uno casi escucha jazz según pasa las páginas. Comienza hablando de su infancia, y tarda poco en provocar carcajadas en el lector. Por ejemplo, cuando habla de sus padres, de los que dice: “estoy seguro de que se quisieron a su manera, una manera que probablemente sólo compartan algunas tribus de cazadores de cabezas de Borneo”.

El gran hilo conductor de la obra son los ataques del propio Woody Allen contra sí mismo y su talento, como queriendo convencer al mundo de que no es tan genial como le vemos. Algunas frases como muestra de ello. “Amigos: estáis leyendo la autobiografía de un analfabeto misántropo que adoraba a los gánsteres, un solitario inculto que se sentaban delante de un espejo de tres caras a practicar con una baraja para poder sacar un as de picas, hacer que fuera imposible de ver desde ningún ángulo y llevarse todo el dinero de la partida”. (...).No sólo no soy ningún intelectual, sino que tampoco soy un tipo divertido en las fiestas”. (...). “Si muriera ahora mismo no podría quejarme... como tampoco se quejaría mucha otra gente”.

Cuenta el cineasta que se aficionó al arte porque los museos, baratos o de entrada gratuita, eran un buen lugar para escapar del colegio, que odiaba, con su "rutina regulada, diseñada para asegurarse de que nadie aprendiera nada". Empezó a amar el cine gracias a su prima Rita, cinco años mayor que él, de la que dice que es "la influencia más significativa" de su vida. El cine, igual que la radio, son para él desde niño una forma de evadirse de la realidad, "mi archienemiga". Llegó al jazz gracias a una grabación de un concierto en la radio que le descubrió su amigo Jerry. 

Como decía arriba, si algo une todas las historias de la autobiografía es la autoparodia y la ironía con la que el propio Allen se trata a sí mismo. Por ejemplo, tras contar cómo creó su banda de jazz, escribe: "el resto es historia, aunque también lo es el Holocausto". En otro pasaje nos cuenta: "os quedaríais impresionados por todo lo que no sé, no he leído o no he visto". Y empieza a enumerar, entre otras cosas, el Quijote o nada de Dickens ni de Virginia Woolf. Cuenta que con Septiembre quería emular a Chejov, pero que cuando terminó la película y la vio pensó "que sí era digna de Chejov; de Moe Chejov, el fontanero". Incluso sus éxitos le sirven para atacarse a sí mismo. De Manhattan, por ejemplo, escribe que fue un éxito enorme, "enorme para mis estándares, pero no recaudó más que La guerra de las galaxias”.

Deja claro Allen lo que piensa de los premios. Pasó la noche en la que Annie Hall ganó cuatro Oscar tocando con su banda de jazz en un local. "No me gusta la idea de que se premien obras de arte que no se realizan con un propósito competitivo sino para satisfacer un deseo artístico y, con suerte, entretener”, escribe. También cuenta que rechazó el Príncipe de Asturias, hasta que le contaron la trascendencia del premio y que lo entregaba el hoy rey Felipe. Por cierto, el cineasta neoyorquino cuenta que “Oviedo es un pequeño paraíso, sólo estropeado por la antinatural presencia de una imagen en bronce de un pobre infeliz”, en alusión a la estatua dedicada a él en la ciudad asturiana. 

Todo en el libro, en fin, es apasionante, empezando por sus anécdotas familiares y siguiendo por sus comienzos como guionista y redactor de chistes para programas de radio y televisión. No quiero resultar frívolo, pero lo que menos me interesa del libro es todo lo relativo a la batalla legal que mantuvo con su ex Mia Farrow, de la que Allen salió exonerado de todas las acusaciones. Tras unas cuantas páginas relatando su batalla judicial, alaba los papeles de Mia Farrow en las películas que rodó con ella, sin ahorrarse un solo elogio.

También cuenta el comienzo de su relación con Soon-Yi, hija adoptiva de Farrow, con quien lleva veinte años casado. Su primera cita fue antológica: “le pregunté si conocía las películas de Ingmar Bergman (yo siempre buscando a esa mujer perfecta interesada por el cine sueco)", explica. Como no lo conocía, organizó una proyección de El séptimo sello en su sala privada. “¿Qué podría gustarle más a una universitaria joven y atractiva que ver una película en blanco y negro que transcurre en la Escandinavia medieval y que trata sobre la peste, la muerte y el sinsentido de la vida?”

Allen, siempre a vueltas con ese sinsentido de la vida, claro. Relata una comida con Arthur Miller en Oviedo, donde recogió el Príncipe de Asturias, en la que afirma: “le hice un millón de preguntas y recuerdo con toda precisión que él me confirmó que, en efecto, la vida carecía de sentido”.

Incluiría aquí otras mil anécdotas contadas por Woody Allen en este extraordinario A propósito de nada, pero concluiré con un par de frases y con la anécdota del cineasta en Roma. Estaba hospedado en la ciudad y recibió en su hotel una llamada de Fellini, que lo quería conocer. Woody Allen, claro, pensó que se trataba de una broma, porque no concebía que el gran cineasta italiano tuviera el menor interés en él. Pero era Fellini de verdad. Y las dos últimas frases de las que compartiría, que son muchísimas más. Una, sobre su forma de rodar: "hay que contratar a intérpretes excelentes y dejarlos tranquilos. Ese fue siempre mi secreto como director. Eso y terminar a las cinco”. Y la última, que es también la última del libro, que concentra la visión del mundo de Woody Allen, su genialidad, en la que reflexiona sobre lo poco que le importa dejar un legado: “más que vivir en los corazones y en las mentes del público, prefiero seguir viviendo en mi casa”. 

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