Los dos papas

No podremos ir al cine en no sabemos cuánto tiempo, hasta que derrotemos entre todos al coronavirus, lo cual tendrá un efecto demoledor en las distribuidoras y en las salas de cine. Pero volveremos a los cines, con más ganas, con más sesiones dobles, con más ansia por sentir esa emoción única cuando se apagan las luces y todo es posible, cuando nos dejamos llevar, ese instante especial, imposible de emular en casa, esos nervios ante lo que se avecina esa hora y media en la que el mundo se detendrá y sólo importará lo que sucede en la pantalla grande. También volveremos a sentir esa confusión al salir de la sala, todavía metidos en la historia, aún no en la vida real, confundiendo los rostros de quienes encontramos en las calles con los de los protagonistas de la película. 


Todo eso volverá cuando ganemos, que lo haremos, antes o después, cuando despertemos de esta pesadilla. Hasta entonces, la cultura nos sigue acompañando en casa. Es un buen momento para regresar a los dvd de esas películas especiales, que llevamos tiempo sin volver a visitar, como Boyhood, que espero volver a ver uno de estos días. Y también, claro, para asomarnos a películas producidas por Netflix, esas que, al menos yo, vamos posponiendo, dejando detrás de las películas que se estrenan en las salas, porque ya tendremos tiempo de verlas. 

Por ejemplo, Los dos papas, de Fernando Meirelles, estrenada el año pasado, que contó con tres nominaciones a los Oscar. La película fabula un encuentro que en realidad nunca sucedió entre Benedicto XVI y Jorge Bergoglio, el papa Francisco, en 2012, un año antes de que aquel decidiera renunciar. Esa encuentro no ocurrió, pero sirve como licencia narrativa para confrontar dos formas de entender la religión católica, dos visiones de cómo ser católico y dirigir la Iglesia en el siglo XXI. En el filme, los dos papas terminan conciliando sus posturas. La película está bastante inclinada del lado del papa Francisco, que es quien sale en mejor lugar, y hay momentos en los que se va deshilanchando, pero nunca pierde el interés, gracias a las cuestiones tratadas, sin duda, de gran hondura, y también gracias a las soberbias interpretaciones de Jonathan Pryce y Anthony Hopkins

Benedicto XVI aparece en el filme como un intelectual desbordado por el lado más oscuro de la curia, arrepentido por su tibieza ante los casos de pederastia en la Iglesia. Probablemente nunca llegaremos a conocer las razones reales de la renuncia de Ratzinger, pero no es nada descartable la lectura que hace el filme. Sencillamente decidió echarse a un lado, asqueado por tanto escándalo, quizás incluso convencido de que la Iglesia necesita un cambio de rumbo, que emprendería poco después, a velocidad lenta, eso sí, con el papa Francisco. 

Bergoglio, sin embargo, se presenta como alguien mucho más renovador y cercano a la gente, más carismático. Alérgico a la pompa y los excesos, más preocupado por las desigualdades económicas y la pobreza que por los divorciados o los homosexuales. Quizá la mejor parte de la película es cuando el papa Francisco recuerda su pasado durante la dictadura militar argentina, sus remordimientos por no haber hecho más para proteger a los jesuitas. Se siente culpable y, en gran medida, el Bergoglio posterior a ello, mucho menos dogmático, mucho más cercano a la gente y renovador, proviene de aquella experiencia durísima. Aunque con altibajos, la película se mantiene en pie y ya sólo por algunos diálogos entre ambos papas, vale la pena. También es hermoso el momento en el que el papa decide que su primer viaje oficial como papa sea a Lampedusa para denunciar la globalización de la indiferencia, en ese discurso memorable de 2013. Porque es de justicia reconocer que el papa Francisco ha sido uno de los pocos mandatarios internacionales con un nítido mensaje humanista ante el drama de los refugiados. 

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