Aplauso sanitario

Siguen pasando estos días raros y se confirma que es en las situaciones excepcionales cuando se ve lo mejor y lo peor del ser humano. Anoche, justo cuando en Twitter (y en la sede de algún partido político) algunas personas se disponían a politizar esta crisis sanitaria y hacían gracietas sobre peluquerías, a las diez en punto de la noche, otras personas daban un ejemplo en toda España. Un pequeño gesto, pero muy valioso y emotivo. A las diez en punto, en cada balcón, en cada ventana, atronaron los aplausos en reconocimiento a los héroes de bata blanca, al personal sanitario que está haciendo jornadas extenuantes para detener el coronavirus. Fue un momento maravilloso, ejemplo de lo mejor del ser humano, que silenció tanta mediocridad, tanta bajeza, tanta falta de altura moral de quienes creen que éste es otro asunto más con el que hacer politiqueo sucio y barato. 


Esa parte fea también está ahí, claro. Pero es mucho mejor centrarnos en lo bueno, resaltar los ejemplos de humanidad, generosidad y empatía que están dando tantas personas en estos días extraños, de confinamiento, de distancia física pero no moral. Y los médicos, enfermeros, auxiliares y el resto de personas que trabajan en los hospitales son, sin duda, nuestros héroes, el mayor ejemplo de entrega a los demás. Ellos merecen esos aplausos y el reconocimiento de todos. Merecen que los defendamos, ahora y siempre, y que se sientan respaldados, acompañados y admirados. 

Esos aplausos, emocionantes, vibrantes, inundaron toda España. Fue hermoso. Volverá a pasar cada noche a las diez, hasta que podamos reemplazar los aplausos desde casa por los abrazos y los besos. Esos aplausos bien pueden hacer extensivos al resto de profesionales que siguen trabajando para ayudar a los demás. Las personas que trabajan en los supermercados, por ejemplo, que están ejerciendo una función social muy trascendente. Los profesionales de los transportes públicos, los taxistas, los farmacéuticos, los empleados de las empresas de reparto y tantos otros. Todos ellos merecen también nuestro aplauso y nuestro agradecimiento. Ellos siguen ahí, se quedan, continúan haciendo lo correcto, exponiéndose, entregándose a los demás. En La peste, de Albert Camus, ese libro de referencia para estos días, hay un pasaje memorable en el que el padre Paneloux  cuenta que, según los cronistas, en la gran peste de Marsella, de los 81 religiosos del convento de la Merced, sólo cuatro sobrevivieron y sólo uno de esos cuatro siguió ahí. "Hermanos míos, hay que ser ése que se queda", dijo el padre a sus feligreses. Gracias a todos los que se quedan. 

Imposible fue no llorar anoche, contener la emoción ante esos aplausos, que acallaron cualquier otro comentario inadecuado, cualquier estupidez de quienes no saben estar a la altura de lo que vivimos. Fue precioso, muy humano. La sensibilidad está a flor de piel estos días y, de pronto, paradójicamente, nos sentimos más cerca de quienes tenemos lejos. No podemos abrazarnos ni besarnos como queremos, y cuánto lo deseamos, pero sí podemos cuidarnos, aunque sea en la distancia, decirnos lo que nos queremos, preguntarnos, vernos en videollamadas, darnos ánimos, reírnos, mirarnos a los ojos, aunque sea lejos, aunque sea por la pantalla. 

Además del ejemplo de quienes se quedan, de quienes siguen haciendo su trabajo para ayudar a los demás, otra de las más conmovedoras consecuencias de estos días raros de alarma y confinamiento es esa sensibilidad desbordada, esa forma de cuidarnos, de preocuparnos por las personas a las que queremos y que no tenemos al lado. Esas personas que visitan o llaman a sus vecinos ancianos. Los novios, primos, hermanos que no están en la misma casa y se besan y se cuidan y se llaman como nunca. Puede que de esta situación tan dramática, tan dolorosa y preocupante, saquemos algo en claro: lo que de verdad importa en la vida, lo necesario que es no dejar de dar ese abrazo, no guardarnos ningún beso, cuidarnos y protegernos siempre, olvidar lo irrelevante y celebrar la vida. Volveremos a hacerlo pronto en persona, no dejaremos de hacerlo a distancia o, cada día a las ocho (para que los peques también puedan hacerlo), aplaudiendo en nuestras ventanas y balcones. 

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