Según el cronista de la gran peste de Marsella, de los ochenta y un religiosos del convento de la Merced, sólo cuatro sobrevivieron a la fiebre, y de esos cuatro tres huyeron. Esto es lo que dijeron los cronistas y su oficio no les obligaba a decir más. Pero al leer estas crónicas, todo el pensamiento del Padre Paneloux iba hacia aquel que había quedado solo, a pesar de los setenta y siete muertos y, sobre todo, a pesar del ejemplo de sus tres hermanos. Y el Padre, pegando con un puño en el borde del púlpito, gritó: "Hermanos míos, hay que ser ese que queda".
Este fragmento de La peste, de Albert Camus, es uno de los pasajes de la novela más impactantes, de los que mejor capta la esencia de esta obra existencialista cargada de profundidad filosófica. El libro, publicado en 1947, apenas dos años después del final de la II Guerra Mundial, escenario de las mayores atrocidades cometidas en la historia por el hombre, relata cómo reacciona la ciudad de Orán (Argelia) al surgimiento de una plaga mortal devastadora, pero va más allá de la narración de esos hechos fabulados, que podrían estar basados en la peste real que afectó a esta ciudad en el siglo XIX. El autor se sirve de la enfermedad, de esa peste que inunda de muerte y miedo la localidad argelina, para elaborar un precioso y lúcido tratado sobre la condición humana.
Los habitantes de Orán viven una situación desesperada. Las autoridades imponen un cerco. Nadie puede entrar ni salir de la ciudad. Parejas y familias enteras quedan separadas por el azar de un viaje a destiempo. Y entonces, cuando está perdida toda esperanza, cuando se cuestiona el sentido de la existencia, cuando todo parece echado a perder, surge la bondad, la humanidad. Es una novela que puede parecer extraordinariamente lúgubre. Una peste, cuyos efectos demoledores sobre el cuerpo humano detalla con minuciosidad el autor. Una grave crisis que sacude a toda la ciudad. Y, sin embargo, lo más fabuloso de la obra, lo más ilustrativo, lo que la hace brillante, es que sirve también para mostrar que es en esas peores circunstancias, en esa pesadilla en vida, cuando muchas veces las personas sacan lo mejor de sí mismo. Cuando deciden que, con el padre Paneloux, hay que ser ese queda.
La enorme profundidad filosófica de la obra, enmarcada en el existencialismo, aunque por lo que leo a Camus nunca le gustó que se encuadra en esa corriente filosófica, es lo que convierte la obra en una novela de las que marcan, de las que dejan huella. Una de esas pocas obras de las que uno sale cambiado de su lectura. No deja indiferente. No puede hacerlo. Transforma. Los personajes centrales del libro son habitantes de Orán que deciden comprometerse en la lucha contra la peste. Aunque por momentos parezca estéril toda esperanza. Aunque se esté perdiendo la partida. Aunque la plaga avance posiciones y se burle de sus esfuerzos. Para qué tanta lucha del doctor Rieux y del también médico Tarrou. Para qué ese esfuerzo desmedido, ese jugarse la vida en contacto con la enfermedad. Sencillamente porque es lo correcto. Porque así se debe actuar. Porque hay que ser ese que queda.
Así que la novela, que de entrada muestra una situación espantosa, para echarse a llorar, termina reconciliando al lector con el género humano, convencido en parte de que, como afirma el autor en algún momento de la obra, "en el hombre hay más cosas dignas de admiración que de desprecio". Esta obra, cuyo narrador sólo se conoce al final y que, pese a ser un clásico no desvelaré, porque la virtud de los clásicos es que siempre son nuevos a los ojos de algún lector, por muchos años que tengan. Son atemporales y sirven, tanto hoy como en su día, para hacer reflexionar al lector. La obra es el testimonio, se cuenta al final, "de lo que fue necesario hacer y que sin duda deberían seguir haciendo contra el terror y su arma infatigable, a pesar de sus desgarramientos personales, todos los hombres que, no pudiendo ser santos, se niegan a admitir las plagas y se esfuerzan, no obstante, en ser médicos".
El paralelismo entre la enfermedad contagiosa de la obra y las guerras, la sinrazón, la violencia desatada del hombre, que alcanzaron todo su criminal esplendor durante la II Guerra Mundial pero que siguen en cotas insufriblemente elevadas, es evidente. En un momento de la novela cuenta el narrador, a modo de aviso, que "ha habido en el mundo tantas pestes como guerras y sin embargo, pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas". Para aquel que lea las novelas con un lapicero en la mano para subrayas frases pintarrajeará toda esta obra, pues destacará pasajes enteros. Por el estilo en el que está narrada y, sobre todo, por la profundidad de su pensamiento, por su hondura filosófica. En medio del cerco a la ciudad de Orán hay disturbios, contrabando, pero también redes solidarias de ayuda a los enfermos y el amor, el recuerdo de relaciones pasadas, de parejas fracturadas por la inesperada irrupción de la peste, como arma poderosa de resistencia. "Bien sé que el hombre es capaz de acciones grandes, pero si no es capaz de un gran sentimiento no me interesa", afirma Rambert, periodista al que la peste pilla por sorpresa en Orán y que le hace separarse de su amada.
Hay momentos en los que, ante el avance de la enfermedad, bien podría cundir el desconsuelo, bien podría llegar la rendición. Pero nunca lo hace. No por heroísmo, sino por honestidad, como afirma el doctor Rieux. Son esos momentos en los que "lo único que nos queda es la contabilidad", detallar los nombres de los fallecidos, que deben ser enterrados en fosas comunes. Pero hay un impulso para seguir combatiendo el mal. Como cuenta Tarrou, "sé únicamente que hay en este mundo plagas y víctimas, y que hay que negarse tanto que lo le sea a uno posible a estar con las plagas". Y a, final, cuando se vence la peste, ¿qué? La satisfacción del deber cumplido, apenas. O ni siquiera eso. Pero sí la sensación de haber hecho lo correcto. Aunque, como afirma el doctor Rieux, "creía saber que para él ya no habría paz posible, como no hay armisticio para la madre amputada de si hijo, ni para el hombre que entierra a su amigo". Es La peste una obra descomunal, portentosa, que deja marca. Es una obra maestra con la que el lector reflexiona. Una armadura valiosa para las intemperies y las plagas de la vida.
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