El Brexit como síntoma

Esta mañana los edificios comunitarios han amanecido en Bruselas sin la bandera británica, mientras que en los edificios oficiales del Reino Unido ya no ondea la bandera europea. Es la imagen más elocuente del Brexit, la separación del Reino Unido de la Unión Europea que eligieron los británicos en el referéndum del 23 de junio de 2016, aunque ambas partes seguirán negociando las condiciones de la ruptura, como mínimo, hasta finales de este año. Hoy es un día triste, en el que se certifica la primera salida de un país de la UE, pese a todo, el mejor y más ilusionante proyecto nacido en Europa en décadas. El Brexit es, además, el síntoma de muchos de los males que aquejan a nuestro tiempo: la demagogia, la mentira gratuita en la política, el nacionalismo, los discursos incendiarios que agitan los más bajos instintos, los peligros de las desigualdades sociales crecientes.


Por supuesto, es legítimo defender una relación distinta del Reino Unido con la UE, igual que lo es defender una organización territorial distinta en cualquier país. Las fronteras no están escritas en piedra, han cambiado muchas veces a lo largo de la historia (generalmente, de forma sangrienta y dolorosa, pero no sólo). Los países son creaciones humanas, no naturales, basadas en el consenso de un grupo de personas, que deciden creer en esa ficción y regirse por unas mismas leyes, compartir unos mismos símbolos nacionales, sentirse compatriotas. Eso está claro, pero no significa que no sea triste ver cómo uno de los mayores países europeos salga de la UE. Separar en vez de unir es triste para millones de personas a ambos lados del canal de la Mancha. 

El Brexit es el reflejo de lo peor de nuestro tiempo. No se trata, naturalmente, de demonizar a la mitad de la población británica que apoyó el Brexit. También deberá hacer autocrítica en el otro lado, en los defensores de la UE allí y en la propia UE, en las instituciones comunitarias. Porque entre los muchos factores que explican el Brexit también está la crisis económica y la desafección de los ciudadanos con la política. En gran medida, de hecho, el Brexit fue un triunfo de la antipolítica, el primero de muchos que llegarían después, como la llegada de Trump a la Casa Blanca o la preocupante extensión de la extrema derecha en Europa.

El Brexit cuestiona también el referéndum como forma de resolver problemas, porque convierte el debate en algo binario, polarizado, sin matiz alguno. No hay margen para el contraste de ideas, todo se convierte en un “ellos o nosotros” tóxico, en una confrontación estéril y destructiva. David Cameron convocó el referéndum confiado en que el no al Brexit triunfaría, pero se equivocó y las consecuencias de su decisión, y del voto de quienes apoyaron la ruptura, las empezarán a paga en breve millones de personas.

No se trata de ser apocalípticos, ya que el acuerdo al que lleguen ambas partes permitirá mantener una relación estrecha. No cabe otra opción. Es posible, como dijo alguien en Bruselas estos días, que Europa pierda un mal inquilino y gane un buen vecino. A todos nos interesa que así sea. Hay relaciones comerciales intensas, pero también históricas y culturales. No se pueden romper esos lazos así por así. No nos va a dejar de gustar viajar a Londres, no vamos a perder el interés por la cultura británica. El desgarro emocional del Brexit es enorme para muchas personas, no hay motivo de celebración en algo así, la salida de un país de un proyecto construido para unir, para crear una Europa en paz tras una época de contiendas y luchas entre países. Hay algo simbólico en esta despedida. Puede que el día a día no cambie demasiado, pero eso casi es lo de menos. Lo que queda de fondo es un paso atrás, un fracaso colectivo. Es también el éxito de la mentira y el radicalismo político, del nacionalismo excluyente que remarca las diferencias por encima de los puntos en común, es un portazo a una historia compartida que empieza a escribir nuevas líneas, pero en renglones torcidos, a partir de hoy. Por separado, por una tóxica campaña de división e identitarismo rancio. El Brexit es el síntoma de nuestro tiempo, sí, pero es también un aviso a navegantes: los discursos políticos incendiarios no salen gratis y su toxicidad lo invade todo.

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