1917

Cuando un director decide rodar una película en un único plano secuencia simulado, siempre existe el riesgo de que la forma le reste protagonismo al fondo, de que se preste más atención al continente que al contenido. Sam Mendes esquiva este riesgo con 1917, su última película, que es una agobiante inmersión en las trincheras de la I Guerra Mundial. Es un filme virtuoso y vibrante. Algo efectista en algún momento, es cierto, como si el director no quisiera dejar pasar la ocasión de recrearse en lo formal, pero con un balance general más que positivo. Por lo general, el director pone la forma de rodar el filme al servicio de la historia y no al revés. La historia no es un pretexto para dejar clara su brillantez y osadía formal en cada plano. 



Despejado este riesgo (hay momentos en los que olvido estar viendo un filme con un único plano secuencia) sólo queda dejarse atrapar por la historia, un durísimo retrato de la guerra. Si algo saca en claro el espectador de 1917 es que no hay nada glorioso ni heroico en la guerra, ni rastro de grandes palabras en letras mayúsculas. La guerra es sólo muerte, barro, mugre, más muerte, violencia, miedo, odio y más muerte. Nada más. Es sólo eso y así queda reflejado en esta peripecia de dos soldados a los que se encarga atravesar territorio enemigo para dar la voz de alarma a un batallón que va a caer en una trampa del enemigo si no les trasladan el aviso a tiempo. 

Uno de los dos soldados, Blake (Dean-Charles Chapman), tiene una implicación emocional muy intensa con esa misión, ya que un hermano está entre ese grupo de soldados que parece condenado a una muerte segura. Junto a él  acude Schofield (George McKay, a quien vimos en la encantadora Pride), un soldado callado, que renuncia glorias y homenajes, que no ve más que un trozo de latón a las medallas que reconocen sus méritos, que quiere volver a casa y dejar atrás el infierno de la guerra pero que, a la vez, detesta regresar, porque nunca es la definitiva, porque siempre tiene que volver a la trinchera. 

Hay escenas angustiosas en el filme, otras trepidantes, pero también hay momento para el sosiego, para las charlas entre los dos soldados. Hablan de sus vidas fuera de la guerra. Contemplan la naturaleza, que les trae recuerdos de esa otra vida. Luchan por su supervivencia. Ni por una bandera, ni por una causa grande, ni por el honor o la gloria. Por seguir vivos. Nada más. Arrastrados a esa sinrazón de la guerra, sólo quieren seguir con vida. Como toda buena película bélica, 1917 es, sobre todo, un filme antibelicista, que desvela lo absurdo de las contiendas, lo terrible de la violencia, la suciedad, la mugre y el odio que genera.  Como espectador del año 2020 en un país occidental que vive en paz resulta inevitable pensar en lo afortunados que somos, en lo atroz que debe ser verse empujado a una guerra, a matar y luchar por seguir viviendo, cuando se tiene toda la vida por delante. 

La maestría técnica de la película, las notables interpretaciones de sus protagonistas y esa forma de alternar las escenas emotivas y llenas de tensión con las calmadas en mitad del infierno de la guerra, hacen de 1917 una de las películas candidatas a todo en los Oscar. Pero, sobre todo, estos atributos convierten a 1917 en un filme valioso que opta por un estilo formal poco común, pero no para lucirse, sino para contar la historia que quiere narrar del mejor modo posible. No es un ejercicio formal impecable, que también, es una gran película. 

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