La trinchera infinita

Sólo desde el sectarismo o desde la ignorancia, si es que no son la misma cosa, puede afirmarse que el cine español sólo hace películas sobre la Guerra Civil. Hace falta haber visto muy poco cine español en los últimos años, o haberlo visto con una mirada cargada de prejuicios, para concluir tal cosa. Más bien sucede que hay historias de aquella contienda que aún no se han contado o de la que sabemos poco. Por ejemplo, la impactante historia de los topos, republicanos escondidos en su casa durante años, décadas, incluso, por miedo a las represalias del vencedor bando nacional, que es la que retratan con su maestría habitual Jon Garaño, Aitor Arregi y José Mari Goenaga en La trinchera infinita


Para dejarlo claro desde el principio, la película es extraordinaria, en línea con la sensacional Handia, dirigida por Garaño y Arregi. Es el suyo un cine artesanal, que cuida de todos los detalles, que cuenta historias interesantes desde una mirada siempre original, sutil, delicada, espléndida, en la que los silencios, las miradas y las sombras dicen más que los diálogos interminables. Una película que mantiene la atención del espectador durante 147 minutos que no se hacen largos, o al menos no en el sentido clásico de las películas a las que le sobra metraje, si acaso, sólo se hacen largas por la angustia y el miedo que sienten sus protagonistas y que el filme logra trasladar al espectador. 

Los directores de la película entienden, con magnífico criterio y gran pulso narrativo, que la historia contada ya es de por sí lo suficientemente dura como para tener que recrearse en el desgarro que provoca. No hay, pues, subrayados innecesarios. La cinta, extraordinariamente bien rodada, con planos que logran contarlo y transmitirlo todo con una precisión soberbia, es una experiencia sensorial. Cuando los protagonistas sienten miedo y angustia, esos mismos sentimientos se perciben en las butacas de la sala de cine. Cuando se esconden entre las tinieblas, la oscuridad de la sala es sólo la continuidad de la oscuridad de la pantalla. Al terminar la sesión en la que vi la película, una mujer no pudo dejar de llorar, totalmente desconsolada, durante los créditos. Estalló ahí todo el dolor y la rabia, toda la agonía, la empatía que es imposible no sentir con una historia tan tremenda: alguien escondido en su casa durante 30 años por miedo a ser asesinado. 

En ese llanto de la espectadora está la película y su éxito. Porque es una historia durísima, pero no efectista. No busca el llanto en escenas concretas, o se regodea en el drama, pero deja un poso de devastadora tristeza, de dolor y miedo contenidos. Es tan difícil hacer lo que hace esta película y hacerlo, además, cómo lo hace, con su brillantez, rozando la perfección, que sólo queda rendirse ante ella, sin condiciones ni peros, sin salvedad alguna

Los intérpretes del filme trabajan con un material extraordinario, no lo tienen precisamente difícil, no se trata de defender un mal guión, como tantas otras veces, sino de mantenerlo en su altísimo nivel y, si es posible, elevarlo incluso. Y eso es lo que consiguen Antonio De la Torre, que lo hace todo y todo lo hace bien, y Belén Cuesta, que demuestra en casa ocasión que se le presenta que es tan buena actriz dramática como de comedia. Ellos dan vida a Higinio y Rosa, que durante tres décadas llevan una vida de engaños, para salvar la vida de él, que fue concejal con la República y es perseguido por ello. Escondido en su propia casa, hablando con su mujer en susurros y con la oscuridad de la noche como aliada, escapando de las rencillas y los odios de sus vecinos, escuchando pasar la vida a través de la radio, atenazado por el miedo. 

Pasan los años e Higinio sigue escondido, hasta la amnistía de presos de 1969, para delitos anteriores al final de la Guerra Civil. Toda una vida perdida por el odio y la sinrazón de la guerra, condensada en una película sublime que cuenta una historia personal igual a tantas otras nunca antes contadas en el cine, pero que también habla, claro, de la historia de España, sus divisiones, su sectarismo, sus ocasiones perdidas, sus odios. La trinchera infinita es, en fin, una gran película en la que todo funciona a la perfección, incluida la música, que juega un papel relevante en el filme a la hora de marcar el paso del tiempo. 

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