El autor y la obra, el eterno debate

La concesión del Nobel al escritor Peter Handke ha despertado cierta polémica. No tendría mayor interés en un mundo como éste en el que todo causa polémica, si no fuera porque reabre el eterno debate sobre el autor y su obra, si tiene algún sentido unirlos o si deben ir por separado. Es decir, si acaso una mala persona, o incluso un delincuente, no puede escribir una gran novela o rodar una película excepcional. Tengo pocas dudas de que sí puede, naturalmente, y de que estamos hablando de planos distintos, pero me da la sensación de que cada vez cuesta más mantener una obra blindada de la reputación de su autor. No creo que exista tal debate o, más bien, no creo que deba existir, pero parece claro que muchas personas no piensan así.



Quienes han criticado la entrega del Nobel a Handke no lo han hecho cuestionando la calidad literaria de su obra, sino censurando su apoyo a Serbia durante la guerra en la antigua Yugoslavia. Consideran que el autor no debe ser reconocido a causa de sus posiciones políticas, como si los premios literarios reconocieran las posiciones del escritor ante la geopolítica y no su calidad literaria. Hay quien se aferra a los estatutos del Premio Nobel para remarcar que estos galardones se entregarán a personas que hayan hecho contribuciones notables a la humanidad en sus respectivos campos. ¿Acaso no lo es una poderosa obra literaria? ¿Lo es menos si su autor apoya causas injustas o es un indeseable? 

El debate recuerda a esos autores que simpatizaron con el franquismo, de los que, en palabras de Andrés Trapiello, ganaron la guerra pero perdieron los manuales de literatura, como si sus posiciones políticas hicieran indignas sus obras, como si una metáfora perdiera fuerza porque su autor apoyara a un dictador, como si las ideas o los actos de su autor tuvieran algo que ver con la obra, como si la intoxicaran. Pasa algo parecido con el cine de Woody Allen, que no es menos lúcido por el recurrente escándalo que le persigue, por el que fue juzgado y declarado inocente (aunque eso es lo de menos para lo que estamos hablando). Esto, por supuesto, no significa que se justifique lo que haga un autor. Es sólo que, como ciudadano, deberá responder ante la ley y ante la sociedad, sólo faltaría, pero su obra como director, escritor o artista no perderá un ápice de interés. Una hermosa silla de madera no lo es menos porque el carpintero que la ha fabricado sea una mala persona. Podemos detestar lo que ha hecho como ciudadano y disfrutar de su trabajo. 

No creo, pues, que la obra de nadie sea peor por lo que haya hecho o dejado de hacer. Sea lo que sea. Porque estamos hablando de cuestiones distintas. Hay quien  critica la concesión del Nobel a Handke porque, dice, sus ideas están en sus novelas y premiar su trayectoria es premiar esas ideas. Salvo que sus novelas sean panfletos propagandísticos, en cuyo caso no tendrían el menor interés literario, esta crítica no tiene demasiada base. Claro que todo en la vida es político. Pero no deberíamos pedir a las novelas, las canciones o las películas una supuesta pureza, sencillamente porque la cultura es el espacio de la absoluta libertad. En los libros puede haber malas ideas y malas acciones, incluso, criminales y odiosas. A veces, de hecho, son las más interesantes. 

Por supuesto, me encanta que haya referentes en la literatura y que existan novelas con sensibilidad, que den voz a minorías silenciadas, que resulten inspiradoras, pero querré que esas novelas estén bien escritas y, sobre todo, no aspiraré a que todas las obras sean así, porque perderíamos mucho como lectores. La buena literatura también es la que se acerca al lado más oscuro y miserable del ser humano. Cada cual es libre de leer novelas o ver películas desde un prisma determinado, por ejemplo, su respeto a la diversidad o la representación de las mujeres. Pero una buena novela en la que el personaje sea un machista recalcitrante no será peor que una mala novela en la que sea un aliado feminista. Las novelas, siempre que se haga bien, pueden inspirar y demostrar lo que sociedad debería ser, pero también puede demostrar lo que son o inventarse lo que podrían ser.

Las novelas no tienen la obligación de enseñar nada. Sus autores, naturalmente, tampoco. Cuando debato sobre estos temas siempre pongo un ejemplo manido: Hitler. Se sabe que el dictador pintaba, al parecer, no muy bien. Pero imaginemos que hubiera sido un maestro, que sus cuadros hubieran sido excepcionales. ¿Lo serían menos por el hecho de que su autor sea un ser execrable responsable de la muerte de millones de personas? Dicho de otro modo, ¿alguien puede de verdad dejar de valorar una obra de arte si el autor es un ser despreciable? ¿O les gusta la obra pero se autoimponen alejarse de ella por las ideas o los actos de su autor? 

Cuando se premia a un escritor, un cineasta o un músico no se les está premiando como ciudadanos, sino como autores. Como ciudadanos, deben pagar a Hacienda y cumplir las leyes. Como autores, deben crear obras valiosas. Nada más. Nada menos. Podremos despreciar sus ideas políticas o sus acciones ilegales o delicitivas sin dejar de valorar su obra, que se defiende por sí sola. Lo contrario, creo, es estar demasiado condicionado por prejuicios, demasiado intoxicado por sectarismo. ¿Dónde está escrito que los autores deban ser ejemplares? Hace poco hubo una polémica similar cuando Cristina Morales, flamante ganadora del Premio Nacional de Narrativa  por Lectura fácil, dijo que quería que Barcelona siguiera ardiendo, en mitad de los actos vandálicos que unos pocos causaron en la ciudad en los días posteriores a la sentencia del Supremo contra los líderes independentistas. De nuevo, el eterno y estéril debate. ¿Acaso importa algo lo que piense o lo que diga una escritora cuando hablamos de un premio que se entrega por la calidad de una novela? Creo que no. Puede decir cosas aberrantes fuera de su novela. Puede cometer delitos, incluso, y su obra seguirá siendo exactamente la misma. No hace falta que admiremos a un autor como ciudadano para que disfrutemos con su obra. 

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