Diecisiete

El compositor Béla Bartók dijo que "cuanto más madura uno, más experimenta la necesidad de proceder por medios económicos, de expresarse más simplemente". Da la sensación de que Daniel Sánchez Arévalo piensa lo mismo. Sencillo no es, desde luego, sinónimo de fácil, diga lo que diga el diccionario. La sencillez es un término con frecuencia injustamente denostado, que conviene reivindicar en un mundo tan lleno de impostura. Sencillo no es lo mismo que fácil o carente de mérito, sin duda, cuando se habla de contar historias, porque no es nada fácil narrarlas con sencillez, con los recursos justos, sin derroches ni alardes, con contención. Eso es justo lo que hace, con la maestría habitual de sus películas, igual pero distinto, Daniel Sánchez Arévalo, producida por Netflix y que ya se puede ver en la plataforma. La última película del director de Azul oscuro casi negro, Primos y La gran familia española, entre otras, es una delicia, una pequeña joya. Sánchez Arévalo en estado puro, más sencillo que nunca, tan brillante como siempre. 


Se ha hecho larga la espera de la nueva cinta del director, seis años después del estreno de La gran familia española. Vuelve ahora Sánchez Arévalo con Diecisiete, una historia mínima, con menos subtramas y requiebros que sus anteriores trabajos, con la misma excelencia en el resultado final. Un modo distinto de contar una historia, más depurado, menos verborreico, más concentrado en unos pocos personajes. Es una historia maravillosa, llena de ternura, en la que el drama y la comedia se entremezclan, como siempre en su cine, y en la que la familia, el amor y la necesidad de aprender a perder vuelven a ser los temas centrales. En el fondo, cuestiones éstas que vertebran todo su cine, que de un modo u otro conectan películas en apariencia tan dispares, pero en esencia tan parecidas en su diferencia como las obras que componen la filmografía de Sánchez Arévalo. 

Héctor (colosal Biel Montoro, todo un descubrimiento) es un chaval de 17 años que está internado en un centro de menores tras cometer pequeños hurtos. No se integra en el centro, está siempre serio, leyendo compulsivamente el Código Penal, haciendo lo que está en su mano para poder estar aislado, solo, sin entrar en contacto con sus compañeros. Todo cambia cuando su educadora social (Itsaso Arana, a quien vimos en la sensacional La virgen de agosto) le propone entrar en un programa de reinserción con perros, que consiste en cuidar a un perro para aprender a cuidar de sí mismo. El escepticismo del principio dura poco y Héctor queda prendado de Oveja, a quien cuida con mimo, con quien se siente al fin útil, a quien puede entregar ese amor y esa bondad que esconde tras la superficie de seriedad y aislamiento. 

Pero el programa de reinserción con animales tiene un problema: si el perro es adoptado por una familia, debe marcharse con ella. Es lo que pasa con Oveja, lo que destroza a Héctor, que no duda en escaparse del centro, esta vez de verdad, para recuperar a su perro. Entonces acude a su hermano Isma, a quien da vida con la excelencia habitual acreditada en el teatro Nacho Sánchez, un prodigio interpretativo, de quien muchos nos quedamos prendados en La piedra oscura. La cinta pasa a ser entonces una road movie en la que, como pasa en la vida, importa más el camino que el destino. La relación entre ambos, que fluye entre recuerdos de un pasado juntos ("cuando éramos hermanos") y conversaciones que les cuesta horrores mantener, es el centro del filme, su gran motor. 

Rodada en gran parte en Cantabria, la película es tan encantadora como los paisajes que muestra, a los que el director vuelve siempre que puede con su cine, lo cual no es extraño. Eso, igual que la ironía y su excepcional pulso narrativo, está en todas sus anteriores películas y está también en Diecisiete. Lo diferente es la depuración del estilo, la sutileza con la que cuenta la relación entre ambos hermanos, la sensibilidad de Héctor, la rudeza aparente de Isma, su hermano mayor. El final, también marca de la casa, conmueve. Una historia, en fin, sobre la familia, sobre aprender a perder, que es más o menos lo mismo que aprender a vivir. Ojalá no vuelvan a pasar seis años sin una película de Sánchez Arévalo, aunque en este periodo de ausencia al menos pudimos disfrutar de La isla de Alice, novela que, por qué no, quizá algún día el director decida llevar al cine. No podemos estar tanto tiempo sin películas suyas. No podemos, no queremos. 

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