París, siempre París

El retraso en el avión de vuelta desde París me permitió empezar a leer en el aeropuerto El colgajo, de Philippe Lançon (gracias, Easyjet). En sus primeras páginas, el autor cita una frase de Noche de Reyes, la comedia de Shakespeare, en la que se define a los amantes como “inconstantes, caprichosos en todas sus acciones salvo en guardar la imagen de aquella criatura a la que aman". Al leerla, pienso en que ésa es exactamente la única relación que concibo con París. Ser su amante, ser caprichoso en todo, menos en guardar la imagen de la capital francesa, esa criatura a la que tanto adoramos, a la que sólo se puede adorar con devoción ciega. 


Por definición, idealizar algo es atribuirle cualidades mayores de las que tiene, realzar en exceso sus bondades y despreciar sus defectos. Idealizar no está bien, pero a veces resulta inevitable. París, por ejemplo. Sí, los atascos, la escasa amabilidad de los parisinos, el turismo masivo (del que formamos parte), el clima a veces poco amable... ¿Y qué? Sólo puedo admirar a París, caer rendido una y otra vez ante ella. Idealizarla, sí. Idealizarla con todas mis fuerzas y vivir en esa ilusión cada vez que la visito y también cuando estoy pensando en volver a visitarla, que son todos los días en los que no estoy allí. No necesito que me cuenten lo menos bueno de París, porque no quiero saberlo. París es algo distinto a una ciudad. París es verse envuelto de belleza y sentirla con plenitud, entregarse a ella sin reservas. París es una leyenda hermosa, que mezcla verdades con mentiras, pasado con presente, y que es absolutamente irresistible. París es un estado de ánimo, esplendoroso, eufórico. 

París es un síndrome, el de Stendhal (asociado a Florencia en su origen, ya lo sé, pero nos entendemos). Ese síndrome que deja trastornado al viajero, incapaz de procesar tanta hermosura a su alrededor. París es como el ser amado cuyas bondades agrandamos en nuestra mente y a cuyos defectos restamos importancia, hasta nos resultan encantadores, a su manera, porque lo humanizan un poco. La idea que tenemos de las ciudades que amamos se parece lo justo a la realidad, igual que pasa con las personas, pero da igual, porque todo es exactamente como lo vemos, ni más ni menos. No existe una realidad objetiva cuando se habla de emociones y sentimientos como los que despierta París. Sólo existe el París que amamos, el único posible, el que es más real que la propia vida. 

En París, al menos en mi París, el que veo, el que siento, el único que existe para mí, los taxistas escuchan en la radio música jazz y no reggaeton ni, peor aún, polarizadas e irritantes tertulias políticas. Cada rincón en París te invita a descubrir un tesoro nuevo o a revisitar otros, a verlos con otros ojos, a dejarse sorprender como si fuera la primera vez. Porque con París pasa lo mismo que con la gente que amamos: cuando estamos con ellas, siempre es un poco la primera vez. Y está bien que así sea, por idealizada o romántica que sea esta visión. ¿Acaso es posible mirar París de otra manera?

París es una de esas pocas mentiras que importan de verdad, como las buenas películas o los grandes libros. Y, como las buenas películas y los grandes libros, deja en suspenso la realidad. El París que adoro sigue siendo una fiesta, bulle de vida y planes tentadores. En estos días espléndidos en París he vuelto a la librería Shakespeare&Co, he visto anochecer en Trocadero, he paseado por los jardines de Luxemburgo, he admirado por primera vez la majestuosa grandiosidad de Versalles, he lamentado ver Notre Dame herida (pero he celebrado verla en pie), he paseado por Montmartre siguiendo el rastro de pintores y genios locos de otros tiempos, he bordeado el Sena, a izquierda y derecha, he comprobado lo bien que le sienta el otoño a París, he vuelto a quedarme boquiabierto ante la inabarcable grandeza del Louvre, he recordado lo mucho que hace que no veo Medianoche en París, esa deliciosa película de Woody Allen, he visitado Los Inválidos y la imponente tumba de Napoleón, me ha sobrecogido el homenaje a los caídos bajo el Arco del Triunfo, he recorrido los Campos Elíseos, he mirado embelesado cada fachada, ese museo al aire libre que es la ciudad, esa armonía arquitectónica, he vibrado en el Barrio Latino, he buscado entre los libros, las rarezas y las antigüedades que aún ofrecen los buquinistas de la ciudad francesa, he escuchado a Zaz (en el móvil) y a artistas callejeros, por todos lados, aportando un poco más de encanto a la ciudad.

París, como en la canción, siempre será París. En este viaje he caído en la cuenta de que todas las ciudades que me gustan se parecen en algo (sólo en algo, claro, a París), pero ninguna es como ella, no puede serlo. París rompe el molde. París está fuera de toda categoría, muy por encima de todo, incluso de la realidad. Como pasa con las personas, hay que quedarse con las ciudades que alegran el ánimo, aunque no sepas bien explicar por qué. París es el lugar. París es el destino y el camino. París, siempre París. 

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