Música de mierda

Aunque mucho más tarde de lo que me habría gustado, al fin he podido leer Música de mierda, el ensayo de Carl Wilson editado en España por Blackie Books y que lleva por sugerente subtítulo "un ensayo romántico sobre el buen gusto, el clasismo y los prejuicios en el pop". Una vez leído, constato que el libro es tan atractivo, inteligente y estimulante como esperaba. Un ensayo que obliga al lector a reflexionar, que le pone un espejo delante, con el que resulta imposible no sentirse reflejado. El lector es interpelado. Y pensamos sobre por qué nos gusta la música que nos gusta y, sobre todo, por qué odiamos, a veces de forma tan visceral, la música que no nos gusta. Es un libro, ya digo, extraordinario. 


Un ensayo con unas cuantas perlas, con frases bomba. Aquí va una:"el hecho de tener preferencias musicales y gustos personales es positivo, siempre y cuando no seamos tan ingenuos como para pensar que estos son única y exclusivamente personales, ni tan egoístas como para negar la legitimidad de los gustos de los demás”. Y aquí, otra: "cuando este disco se publicó por primera vez asumí que era un trabajo superficial, indigno de mí. Pasada una década, no creo que uno gane nada considerando que está por encima de las cosas". Si te has preguntando alguna vez sobre el porqué de tus prejuicios, el clasismo en la cultura o sobre quién y por qué decide que una obra artística es valiosa y otra no, con qué criterios, con qué base, éste libro te resultará deslumbrante. Si no te has preguntado nunca por nada de eso, creo que aún te impactará más. 

Carl Wilson, crítico musical, que detesta a Céline Dion, decide acercarse a la obra de esta intérprete canadiense, mundialmente conocida, autora de uno de los temas más escuchados y vilipendiados de los últimos años, la grandolicuente y excesiva My heart will go on, banda sonora de la no menos grandilocuente y excesiva Titanic. Wilson no soporta ni las canciones ni la figura pública de Céline Dion. No puede con ella. No comprende cómo a alguien le puede gustar, con esta gesticulación en el escenario, con ese alarde vocal tan desaforado en cada tema. 

A raíz de un comentario despectivo de Madonna en los Oscar de 1998, en los que Céline Dion ganó por la canción de Titanic, el autor emprende esta libro. Para intentar comprender un poco más a qué se debe ese odio que le despierta la cantante de Québec. El resultado, ya digo, es estimulante, valiente, divertido, irónico y reflexivo. Empieza fuerte Wilson cuando cita al poeta Paul Valéry, quien dejó escrito que "el gusto está hecho de mil aversiones". Y en esa frase reside en parte el enfoque de este ensayo. ¿Y si odiamos la música que odiamos por puro clasismo, por alejarnos de la gente a la que le gusta? ¿Y si estamos mucho más condicionados por factores externos de lo que pensamos a la hora de elegir nuestros gustos musicales? ¿Y si el snobismo y la arrogancia nos impiden disfrutar  de estilos valiosos, al menos, para determinados contextos? ¿Y si no sabemos nada de cómo se forma el gusto? ¿Y si nos atrevemos a cuestionárnoslo todo? 

Es lo que hace Carl Wilson, con mucha gracia y mucha sinceridad. No termina el libro, spoiler, siendo un fan acérrimo de Céline Dion, pero tampoco preserva su desprecio por todo lo que representa. Con Dion como excusa, el autor comparte reflexiones sobre el gusto y los prejuicios culturales, desde la perspectiva de quien está dispuesto a poner patas arriba sus propias preferencias y, sobre todo, sus propias aversiones. El libro nos habla directamente, por ejemplo, cuando el autor escribe que "siempre son los demás quienes siguen a la multitud, mientras que mi propio gusto es un reflejo de mi singularidad". Un clásico: el resto de personas del universo son unos borregos que sólo escuchan las canciones de las que habla todo el mundo pero yo, yo sí que tengo buen gusto. Pues resulta, vaya por dios, que igual no somos tan diferentes y nuestro gusto no es tan sólo nuestro como creemos. El autor explica un experimento puesto en marcha por un grupo de sociólogos de la Universidad de Columbia que creó un sitio web para que 14.000 personas escucharan, valoraran y se descargaran las canciones que más les gustaron. ¿Qué ocurrió? Pues que, de inmediato, las canciones que generaban más descargas atraían a más público. Lo dicho, igual no somos tan particulares ni especiales. 

"Significa eso que las personas somos lemmings? No, sólo que somos sociales: sentimos curiosidad por lo que los demás escuchan, queremos formar parte de algo, tener cosas en común sobre las que hablar", prosigue el autor. También se adentra sobre qué es alta cultura y si eso tiene algún sentido hoy en día. Es muy revelador el origen del término y sus connotaciones clasistas. En el Reino Unido se creó el término middlebrow para definir a la cultura popular, la más accesible, la menos sofisticada, en contraposición con la highbrow. Estos términos surgen de la frenología, la pseudociencia con tintes racistas que causaba furor entonces. Middlebrow significa frente media. 

Uno de las cuestiones más apasionantes que aborda el libro es sobre la influencia del entorno y las circunstancias personales de cada cual en sus gustos. Mientras que Kant y Hegel defendían que, en condiciones ideales, es decir, con una elevada educación para todos los ciudadanos, todos seríamos capaces de ponernos de acuerdo en nuestros preferencias estéticas y así determinar qué es arte y qué no, otros pensadores defienden que eso no es así en absoluto. El sociólogo francés Pierre Bourdieu, por ejemplo realizó un sondeo sobre los gustos culturales de las personas y cruzó esos datos con sus ingresos, su ocupación o su historia familiar. El resultado, plasmado en el libro La distinción. Criterios y bases sociales del gusto, publicado en 1979, concluía que las bases sociales de los individuos encuestados eran decisivos en sus preferencias culturales. "Si te estremeces al ver un ejemplar de Let's Talk About Love o de El Código Da Vinci en la estantería de un amigo, lo que intentas es no terminar mancillado por su desprestigio, protegerte de la amenaza de la inferioridad social", escribe Wilson. 

El libro también habla de lo cool, que, naturalmente, deja de serlo cuando lo conoce demasiada gente. Esa actitud tan habitual de preferir los primeros discos semidesconocidos de los artistas, porque luego ya se venden, ya le gusta a todo el mundo eso que tú aparentemente descubriste en tugurios minúsculos. Y esto le lleva también a la reflexión sobre la aversión al sentimentalismo de buena parte de la crítica. El autor cita unas declaraciones de una fan de Céline Dion que invitan a pensar sobre ello: "creo que vivimos en una sociedad que en realidad no respeta las respuestas viscerales o emocionales de la gente. Y creo que deberían respetarlas. Aunque tal vez no sean cool, aunque bordeen lo ridículo en muchos sentidos y no seas capaz de entender cómo alguien puede llorar escuchando una canción de Céline Dion, en mi opinión deberíamos tener más respeto por el candor de la gente. Creo que es bueno que haya cosas que no se puedan explicar". A lo que Wilson responde que, en efecto,  le cuesta "sentir una emoción y no querer diseccionarla y manipularla, negociar con ella hasta convertirla en otra cosa. Aunque a menudo se considere más bien una amenaza, seguramente la promesa del sentimentalismo sea sentir las emociones en toda su dimensión, físicamente, tal como son". 

Música de mierda, en fin, es un ensayo muy atractivo, plagado de preguntas, que nos invita a todos a pensar sobre nuestros gustos y nuestros prejuicios. Me dispongo ya  a leer Mierda de música, una respuesta a aquel ensayo que reúne reflexiones de distintos autores, también editada por Blackie Books, y que abro con mucha expectación. 

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