Vivir deprisa, amar despacio

Triste y vitalista a la vez. Conmovedora y alegre. Sensible y atrevida. Romántica y pragmática. Idealista y lúcida. Una pura contradicción en sí misma. Auténtica, muy auténtica.  Podría estar describiendo la vida, pero hablo de Vivir deprisa, amar despacio, la última película de Christophe Honoré. Un filme que se parece a la vida. La cinta aborda con exquisita sensibilidad la relación entre Jacques (Pierre Deladonchamps), un escritor que sabe cerca su final por culpa del sida, pero que se aferra a la vida y a sus mejores emociones, como la pasión y la amistad; y Arthur (Vincent Lacoste), un idealista joven aspirante a director de cine, trasunto del autor del filme en su juventud.



La película se sobrepone a todos los riesgos que le acechan, incluida su duración, tal vez excesiva, gracias a la honestidad que desprende y a un puñado de secuencias conmovedoras. Por ejemplo, la escena en la que los dos protagonistas se conocen, en una sala de cine, una secuencia sensual, de tanteos, de juego, de coqueteo, llena de "quizás" y de "por qué no, que transcurre en una sala de cine. Poco después, en una noche sin fin, Jacques le explica a Arthur que es escritor y le dice su nombre. “Pensaba que me conocías, como me dijiste que te gustaba escribir”, le cuenta. “Es que suelo leer sólo a escritores muertos”, responde el joven. “Bueno, entonces no te queda mucho para poder leerme”, zanja Jacques. Este diálogo socarrón e irónico encierra en parte la esencia de esta película. Como también lo hace otra escena en la que escuchamos un explosivo "podríamos ser muy felices". 

En el filme se aborda una realidad realmente dura, el sida, sus devastadores efectos en aquellos años primeros en los que se desconocía prácticamente todo sobre él, pero la película encuentra momentos para el humor, a pesar de todo. Y, desde luego, para el sexo, la ternura, la sensibilidad y las ansias de vivir. Es una historia crepuscular, en la que Jacques tiene claro su final, pero no es una historia triste, o no sólo, o no principalmente. También es luminosa y alegre, a pesar de todo. Puede parecer que Jacques y Arthur muestran dos formas enfrentadas de ver la vida. Pero, en realidad, son muy parecidos. Jacques sigue buscando cariño y sigue amando la vida con intensidad, igual que hace Arthur, que la tiene toda por delante, una página en blanco por escribir. Más que dos formas de ver la vida, el joven se presenta ante Jacques como el recuerdo de lo que él sentía a su edad, de lo que aún sigue sintiendo a ratos, de lo que hace que la vida tenga sentido. 

Interpretan con maestría a los dos personajes Vincent Lacoste y Pierre Deladonchamps, con sus dos sonrisas radiantes, en el fondo, muy similares, con hambre de vida en los ojos. La sonrisa de Arthur está llena de la ilusión arrebatadora de quien cree aún que todo es posible y la de Jacques es la de quien ya sabe que no lo es, y por eso tiene un punto de desencanto, pero nunca de cinismo. Una energía poderosa y una delicada celebración de la vida recorren toda la película. Jacques muestra sus ansias por sentirse vivo cuando se sabe que la vida se agota. Arthur está empezando a vivir y a amar, mientras que Jacques sabe que su tiempo se acaba. 

No hay sentimentalismo barato en la cinta, ni tampoco moralina. No hay caminos trazados ni discurso activista explícito, aunque todo en la vida, claro, es política, y está película lo es. La cinta no es, en fin, nada de lo que uno podría imaginar de ella al leer una breve sinopsis. Es mucho mejor. Hay referencias literarias, cinematográficas y musicales a lo largo de todo el metraje, pero no hay pretenciosidad en ellas. En cambio, encontramos mucha vida, mucha verdad. Esa historia de amor entre ambos protagonistas es el epicentro del filme, pero también hay otros aspectos interesantes y libérrimos, como la educación que recibe el hijo de Jacques, rompiendo todos los prejuicios y estereotipos; la mirada libre de culpas y lamentos al sexo de Arthur; la recreación de una época muy dura a causa del sida y, muy importante, la amistad. Esa enternecedora amistad de Jacques con su vecino Mathieu (Denis Podalydès), de absoluta confianza. Eso y la banda sonora, formada por temas de los noventa que ayudan a trasladar al espectador a esa época. 

Es una cinta bella, con momentos de enorme intensidad dramática, muy sensible, que me recuerda en parte a la no menos notable Nove de novembro, de Lázaro Louzao, que tiene varios paralelismos con Vivir deprisa, amar despacio. El más importante, que es una sensacional película que conmueve y transmite verdad, que mira cara a cara al vida y emociona. 

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